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Israel y la indefinición teocrática

A principios de mayo las agencias de noticias informaron que el arqueólogo israelí, Eli Shukron, dijo haber encontrado la legendaria ciudadela del rey David en Jerusalén.

Las excavaciones, que llevan casi veinte años, descubrieron una gran fortificación con muros de seis metros de grosor, formados por bloques de cinco toneladas. Restos de vasijas permitieron fechar las ruinas en unos 3.800 años de antigüedad.

Las afirmaciones de Shukron, un convencido de los relatos bíblicos, reavivaron la polémica sobre la arqueología que busca demostrar que el antiguo monarca estableció ahí la ciudad sagrada de los judíos, aunque históricamente haya muy pocas pruebas de su propia existencia y la de su reino. El argumento; sin embargo, se usa para mantener unida, bajo control israelí, a la actual Jerusalén, cuya parte este los palestinos también reclaman como lugar sacro y capital de su futuro Estado.

Tan políticamente intencionada es la búsqueda, que la excavación, abierta al público el mes pasado y con un costo de 10 millones de dólares, fue financiada por una ONG que establece judíos en casas vigiladas del este de Jerusalén, habitado mayoritariamente por árabes, para impedir su división.

Pero la arqueología bíblica no sólo nutre el diferendo israelí-palestino, sino también los fundamentos del Israel actual en ese territorio, y no en otro. Máxime, cuando hace dos semanas el primer ministro, Binyamín Netanyahu, anunció que presentará una propuesta de ley que lo establezca como el «Estado nacional del pueblo judío». Una premisa que esgrime como condición sine qua non de cualquier acuerdo de paz, alegando que, desde 1948, la raíz del conflicto es «la negación por parte de los árabes de nuestro derecho a estar aquí».

El gran interrogante, empero, es sobre qué bases habrá de definirse el concepto de «pueblo judío»: ¿étnicas, religiosas, culturales, históricas?

En una investigación titulada «Israel como comunidad política y el desafío democrático: ¿definición religiosa o secular?», Danny Filc, director del Departamento de Política y Gobierno de la Universidad Ben Gurión, del Neguev, aborda «la contradicción no resuelta entre la fundación teológica o secular» del Estado de Israel; es decir, «la tensión entre las aspiraciones seculares del sionismo original y los renovados y persistentes esfuerzos de fundamentarlo teológicamente».

Luego de una repaso académico de los términos nación, pueblo y polis, entendida como la base del Estado, Filc llega a tres definiciones básicas: pueblo, como conjunto de personas que habita un determinado territorio; como plebe, opuesta a la nobleza y a las élites; y como etnia, es decir como unidad biológico-cultural. Recientemente se ha agregado una cuarta, la comunidad política, entendida como el grupo de personas que vive bajo una autoridad común.

Médico, politólogo y sociólogo nacido en Argentina, pero residente en Israel desde 1984, Filc cuestiona cómo definir entonces a los judíos hasta el siglo XIX, es decir, hasta que el movimiento sionista encabezado por Teodoro Herzl propugnara para ellos el establecimiento de un «hogar nacional». Y constata que es difícil encuadrarlos en las categorías religión-etnia-nación-pueblo, porque todas resultan demasiado estrechas o amplias para abarcar el fenómeno del judaísmo en la diáspora.

A primera vista, dice, la definición de religión era la más obvia, porque hasta ese momento no existía un judaísmo secular. Pero aclara que, a diferencia de las otras religiones monoteístas, entre los judíos tampoco había una identificación religiosa universal, sino ligada a una herencia histórica nacional. El judaísmo, además, no fue misionero y, en los últimos tres o cuatro siglos, puso barreras a la incorporación de los no judíos. Aparte, con la secularización sin asimilación de los judíos en Europa, a partir del siglo XIX, la categoría de religión resultó estrecha para quienes se autodefinían como judíos.

Los judíos, sigue, tampoco eran una etnia en sentido estricto. Tal vez ésta podía incluir a los de Europa central y oriental, que compartían lenguaje, religión y algunos elementos culturales comunes. Pero no se puede incorporar dentro de la misma a los descendientes de los expulsados de España, que se dispersaron por Italia, Portugal, las Américas y el Imperio Otomano; y mucho menos a los judíos residentes en el mundo árabe (Siria, Egipto, Yemen, entre otros), desde antes de la Edad Media.

Tampoco eran una nación en el sentido clásico del término, reflexiona, porque no poseían una unidad territorial ni compartían el mismo lenguaje. «Sólo se les podía aceptar como tal, si se aceptaba que la unidad religiosa remplazaba a la unidad territorial, y que el lenguaje sacro común a todos los judíos, el hebreo, cumplía la función de lenguaje común».

Por último, Filc hace notar que los judíos tampoco encajaban en las definiciones antes mencionadas de «pueblo», porque no eran parte de una nación, en tanto comunidad política; no formaban parte de la plebe, en oposición a la aristocracia o la élite gobernante; y, rigurosamente, no constituían una unidad etno-cultural. El resultado, un híbrido: una «nación teológica».

Según continúa el análisis, el sionismo original, inspirado en los nacionalismos europeos del siglo XIX, representó un intento de modificar esta condición híbrida, al secularizar y repolitizar a la «nación religiosa» a través de la reterritorialización. Es decir, al cambiar la definición religiosa de nación por la definición territorial. Pero la idea de que la historicidad del pueblo judío se había congelado en la diáspora significó, inevitablemente, un salto al pasado, creando contradicciones internas que, en el Israel actual, son el sustrato de «la tensión entre los fudamentos teológico y secular de la comunidad política».

Filc, quien preside la organización «Médicos por los derechos humanos» y asesora al movimiento israelí de los «Indignados», ubica como principales fuentes de tensión la creación del Estado de Israel en un territorio habitado por otra minoría nacional, la continuidad de la relación con la diáspora, el trauma del Holocausto y la aplicación como criterio de pertenencia de los preceptos religiosos y las leyes de Nüremberg.

Actualmente, explica, el régimen de ciudadanía se basa en el jus solis, para quien haya nacido en Israel de padres israelíes; por matrimonio con un ciudadano israelí; y la ley del retorno, basada en la jus sanguinis. Esta última combina la definición religiosa (que considera judío a todo aquél nacido de madre judía o convertido al judaísmo) con la de Nüremberg (judío por vía matrilineal hasta la tercera generación). Es decir, «que una de las leyes fundantes de la ciudadanía en Israel eterniza el criterio etno-religioso como condición de pertenencia a la comunidad política».

Así, en lugar del régimen republicano secular, postulado por los seguidores de Herzl, los perseguidos del nazismo marcaron la composición de la nueva comunidad política «que combina elementos etno-republicanos, liberales y etnocráticos, basados en el jus sanguinis, cuyo fundamento último es teológico», cita Filc.

Lo mismo ocurre con la reterritorialización. Si el hecho de que la minoría nacional palestina pertenezca al mundo árabe-musulmán ya genera una conflictiva convivencia diaria, el factor religioso la hace irreconcialiable. Según la tradición, la recuperación del territorio ancestral corresponde a la llegada del Mesías, por lo que la devolución de Cisjordanía y Gaza resulta impensable para quienes práctican la ortodoxia.

«Esta corriente, que combina la ortodoxia religiosa con las metas políticas del sionismo, es la que le ha impuesto su agenda teocrática a la sociedad y al Estado de Israel», señala Filc. Es la que mantiene la ocupación indefinida de los territorios palestinos con asentamientos de colonos, la que levanta muros, lanza ofensivas militares y encontró su máxima expresión en el asesinato del primer ministro Itzjak Rabín, en 1995, a quien los rabinos habían acusado de «entregar» la tierra prometida por Dios.

Resulta paradójico que los más ortodoxos se nieguen a defender militarmente, porque su religión se los prohibe, estas tierras asignadas por designio divino. Pero desde luego esperan que otros lo hagan por ellos y aprovechan el régimen democrático vigente para manifestar sus exigencias.

Así, mientras los llamados jaredim - ultraortodoxos que ascienden al 8% de la población - se lanzan por cientos de miles a protestar contra la ley que los obliga a cumplir con el servicio militar como todos, aprobada en marzo pasado, los partidos religiosos que los representan en la Knéset maniobran permanentemente para que se mantenga la ocupación en los territorios palestinos, y no pocas veces han roto las coaliciones de gobierno por iniciativas que van en contra de sus intereses.

Pero no es en la política, sino en la vida diaria de los israelíes donde más se manifiesta esta indefinición entre gobierno secular y teocracia. En un artículo publicado en el diario «Haaretz», en 2009, el analista Gideon Levy causó escozor al llamar a la ciudadanía a reconocer con honestidad que «el país es demasiado religioso». Una «semiteocracia», la llamó él.

El escrito, suscitado por las declaraciones del entonces ministro de Justicia, Yaakov Neemán, en favor de aplicar la ley establecida en la Torá, hacía ver que «desde el nacimiento hasta la muerte, desde la circuncisión hasta el funeral, desde el Estado hasta el último puesto de control en Cisjordania - operamos bajo la sombra de los mandamientos religiosos».

Y es que en Israel no existen ni el matrimonio ni el divorcio civiles, y casi no se realizan funerales seculares. En shabat no circulan los autobuses ni los trenes, y en hospitales y hoteles hay elevadores especiales para ese día. Todas las instituciones públicas observan en sus comedores la dieta kosher y, aunque se declaren seculares, 85% de las familias celebran los ritos religiosos tradicionales.

«Estamos aquí», escribió Levy, «porque el patriarca Abraham estuvo aquí» - aunque no hay evidencias históricas -, «y tenemos expresiones de racismo y arrogancia, porque nos creemos, aunque sea un poquito, que somos ‘el pueblo elegido’; a pesar de que no podamos definir si el judaísmo es una religión o una nacionalidad».

Y siguió provocando: «No sólo los ortodoxos creen en la conexión sin bases entre la santidad y la soberanía. La mayoría de nosotros la cree.
¡Admitámoslo!» Luego se refirió al del Muro de los Lamentos, al este de Jerusalén, a Cisjordania, a la Cueva de los Patriarcas en Hebrón y a muchos otros sitios reivindicados sobre bases meramente religiosas.

Así las cosas, en vísperas de que el Papa Francisco visite Israel, radicales judíos convocaron a una marcha para protestar por un presunto acuerdo entre Jerusalén y el Vaticano sobre la tumba del rey David, que se encuentra en el mismo edificio donde, según la tradición cristiana, Jesús celebró la última cena. Y aunque el Gobierno israelí lo desmintió, los más exaltados lo calificaron como una «catástrofe nacional» y llaman a la «guerra santa».

Fuente: Proceso.com.mx