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¿Un nuevo mundo árabe?

Sr. Director

La sorpresa y el desconcierto por el terremoto que sacude al mundo árabe e islámico se parecen a las reacciones que en su tiempo suscitó el derrumbe del bloque comunista.



Así como nadie pudo prever el desmoronamiento súbito de los regímenes fieles a la ex Unión Soviética, tampoco hubo quienes hayan pronosticado la oleada de protestas populares que están cambiando el panorama de Oriente Medio.

Reina una especie de estupor ante los últimos acontecimientos, sin brújulas que puedan orientar hacia dónde realmente se dirigen los destinos de una multiplicidad de Estados en los que habitan millones de personas. La preocupación se ve aumentada además, por el hecho de que se trata de países cuyo peso en el mantenimiento de la estabilidad económica y política de todo el mundo es altamente significativo.

Las especulaciones se multiplican sin que se vislumbre la posibilidad de pronosticar el rumbo que finalmente imperará. Por lo pronto, vale la pena subrayar que ninguno de esos países barridos por el tsunami de las revueltas es igual a otro por las numerosas particularidades que distinguen a cada caso. Hay ricos productores de petróleo con poca población y escaso territorio al lado de países cuya pobreza afecta a millones de sus ciudadanos de forma terrible.

La misma diversidad aparece en lo referente al grado de fuerza y atractivo que el islam es capaz de capitalizar a futuro, como también varía en cada caso el carácter de sus relaciones con Occidente.

¿Qué hay entonces en común en todas estas sociedades que hoy se rebelan? Todas se definen como islámicas y absolutamente todas han sido regidas por autocracias eternas sin mecanismos que permitan un mínimo juego democrático capaz de producir oposición política y una libre expresión de la disidencia. Los grados de corrupción derivados de una situación como ésa son monumentales.

Ya se trate de monarquías o repúblicas, de aliados o enemigos de Occidente, de países que tienen acuerdos de paz con Israel o que continúan en estado de guerra con él, de ricos o de pobres, de islamistas duros o de medianamente seculares, de líderes extravagantes o discretos, de sunitas o de chiítas, de promotores del terrorismo internacional o de quienes se oponen a él, en todos se registra un mismo mal de fondo: dictaduras larguísimas, represión, violaciones a los derechos humanos, falta de desarrollo y oportunidades de trabajo e igualdad de oportunidades para sus poblaciones jóvenes y una corrupción sin límites.

La comunidad internacional tiene una gran deuda con estos pueblos. Pero sus diferentes maneras de actuar en cada país, interviniendo acticvamente en unos e ignorando otros, sólo confirma los mesquinos intereses que la guían.

60.000 muertos en Siria - por ahora - son la marca de Caín que la vergüenza de la ONU y la comunidad internacional deberán inscribir en su currículum.

Atentamente.

Jorge Soriano
Jerusalén