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Siria: un año de terror

Es al caer la noche, cuando una oscuridad casi absoluta se enseñorea de las calles de las ciudades de Siria y los combatientes del Ejército Sirio Libre se arremolinan en torno a una estufa para protegerse del intenso frío reinante, cuando es posible tomar conciencia de las desmesuradas dimensiones que ha adquirido la represión desatada por el régimen de Bashar al-Assad en este año de levantamiento político.

En las memorias de sus teléfonos móviles, casi todos ellos guardan imágenes de un amigo, un hermano o un pariente más o menos cercano, capturado por las fuerzas progubernamentales y salvajemente torturado antes de morir. En algunos casos, es solo una fotografía tomada en vida para recordar a su ser querido en su esplendor vital; en otros, se trata de la instantánea o el vídeo de un cadáver deformado con sobrecogedoras heridas, como aberturas en el cráneo o brazos y piernas convertidos en muñones en carne viva; imágenes que sólo es posible contemplar en una mirada rauda de apenas unos segundos.

Todos aseguran haber vivido en sus carnes la tragedia de estos largos meses, intercambiando y explicando con avidez a todo recién llegado sus dramas particulares; cada uno, eso sí, afronta su duelo de forma distinta, echando mano a sus propios recursos personales.

Alguno se aferra en silencio a su fusil, con la mirada absorta, pensando en su hermano recientemente masacrado. Otro se olvida de todo, dejándose llevar por la sobreexcitación del momento histórico que vive, gritando y riendo, a la vez que augurando un inminente final al Gobierno.

El actual régimen de Siria, instaurado en noviembre de 1970 mediante un golpe de Estado por el entonces ministro de Defensa, Hafez al-Assad, padre del presidente Bashar, había hecho del terror su pilar fundamental para mantenerse en el poder, quizás a un nivel no alcanzado por casi ningún Estado árabe contemporáneo.

Aquí no se trataba, como en Túnez o Egipto, de amedrentar a la población de forma discreta con casos ejemplarizantes, sometiendo a la ciudadanía a una asfixiante presión policial. El Gobierno sirio había hecho «ostentación de la tortura, de la detención ilegal y de la purga», exhibiendo como «logro» el «asesinato masivo» con la intención de desanimar a ulteriores movimientos opositores. Así sucedió en febrero de 1982 en la ciudad de Hama, cuando el Ejército redujo a escombros parte del casco urbano, matando a entre 10.000 y 25.000 personas y logrando acallar a la disidencia durante décadas. Y así ocurrió en este último año transcurrido tras el arranque de la revolución.

Pero, en esta ocasión, las viejas tácticas dictatoriales de la dinastía Assad y sus generales no están teniendo el efecto esperado, y los sirios siguen denunciando y condenando a viva voz - quizás porque ya no tienen nada que perder, quizás porque creen que el régimen no podrá, en última instancia, encarcelar a toda una población -, sin miedo, a los delatores o a los omnipresentes servicios de inteligencia.

Estudiantes de la Universidad de Aleppo ya pasaron por la experiencia de ser arrestados en plena noche y recluídos durante meses en las cárceles del régimen, la totalidad de los cuales los pasan en celdas de aislamiento y siendo golpeados a diario.

Y pese a sus excarcelaciones, no se mueven de sus pueblos ni dejan de acudir a clases por temor a ser detenidos nuevamente en algún puesto de control policial; no se muerden la lengua a la hora de relatar sus experiencias, ni rehúsan decir sus nombres o apellidos verdaderos.

Algunos matan el tiempo durmiendo en casas de amigos, levantándose tarde y, cuando hay suministro eléctrico, miran la televisión en las horas en que permanecen despiertos y zapeando entre las emisiones de Al Jazeera en árabe o las de la cadena revolucionaria siria que emite desde un país extranjero y es recibida gracias a las antenas parabólicas.

Nadie se hace ilusiones. La excepcionalidad que preside sus vidas sólo acabará cuando el régimen caiga finalmente, y no dan ninguna oportunidad a la posibilidad de una negociación con el presidente Bashar al-Assad o su entorno.

Están convencidos de que es sólo una cuestión de tiempo, pero ninguno alcanza a decir cuánto.

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