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Entre los malos conocidos y los nuevos por conocer

La caída de Gaddafi es un motivo de fiesta. En 42 años de gobierno, el "nuevo amanecer" que prometió al derrocar al entonces Rey Idris, estuvo lleno de sangre y opresión. La crueldad con la que intentó reprimir el levantamiento en su contra, costó la vida de entre 15.000 y 20.000 ciudadanos.

La gran pregunta es si acaso el fin de su dictadura, significa automáticamente la llegada de la democracia.

Y la duda no se refiere a si mañana por la mañana se va a las urnas o se demora unos meses más, sino a si acaso es posible pensar en un escenario radicalmente diferente en Libia y en cualquiera de los otros países en los que la población logró derrocar a gobernantes autoritarios y no democráticos.

El primero en caer fue Zein Abadin Bin Ali, de Túnez, que gobernó desde 1987 hasta el 17 de enero del 2011, cuando se vio obligado a abandonar el país y huir a Arabia Saudita a raíz de los disturbios que estallaron contra el régimen en solidaridad con el joven que se inmoló tras haber sido abofeteado por una policía. Un gobierno interino está a cargo hoy el país.

Luego llegó el turno de Hosni Mubarak en Egipto,que menos de un mes después de las aglomeraciones en la plaza Tahrir de El Cairo, iniciadas el 25 de enero, dimitió a través de un anuncio del vice presidente Omar Suleiman. Hoy está en juicio. El Consejo Militar Supremo gobierna el país por ahora y claro está que un proceder democrático no ha sido su característica principal.

En Yemen, el 3 de junio resultó gravemente herido en un ataque a su palacio, el presidente Ali Abdallah Saleh, quien sufrió heridas en el 40% de su cuerpo y fue trasladado a Arabia Saudita. Saleh rehusa dimitir y dice que volverá al país. Pero por ahora, Yemen está sumido en una anarquía total.

En Libia, aunque en el momento de escribir estas líneas los rebeldes y las fuerzas de la OTAN no han hallado todavía a Gaddafi, todo indica que su régimen ha terminado, tras más de seis meses de duras revueltas.

Y en Siria, algo más de cinco meses después de los primeros disturbios violentos en la ciudad de Dar'a, con más de 3.000 muertos y habiendo cometido numerosos crímenes contra sus propios ciudadanos, el presidente Bashar al-Assad se debe estar preguntando si él será el próximo en caer.

Sin embargo, todo esto no significa que haya llegado la democracia.

En cada uno de los diferentes escenarios mencionados, hay un complejo mosaico incapaz de garantizar a corto o mediano plazo unidad y estabilidad. Precisamente por lo difícil de los desafíos económicos - que son parte de las reivindicaciones de las distintas poblaciones rebeladas - y de lo complejo, por ejemplo, que será traer soluciones visibles rápidamente, la frustración irá en aumento y ello puede ser terreno propicio para el ascenso de grupos radicales. En casi todos lados, en Egipto y Yemen por cierto, los extremistas islámicos son los más organizados. ¿Acaso alguien cree que en poco tiempo las nuevas autoridades egipcias - o inclusive un verdadero demócrata liberal que sea electo eventualmente - podrán lidiar con el problema económico que supone el que nazca un millón de bebés por año en Egipto y que decenas de miles de jóvenes terminan estudios universitarios y no tienen en qué trabajar? Tampoco un gran demócrata tendrá una varita mágica, y eso puede ser el camino directo hacia la alternativa del islam radical, un nuevo tipo de autoritarismo.

Una mención sobre Israel: el hecho que en Egipto, a raíz de la caída del régimen de Mubarak, intenten tomar la calle elementos que llaman a terminar con el acuerdo de paz, no es una buena señal en términos de estabilidad futura. Tampoco lo es el deterioro de la seguridad en el Sinaí, que fue lo que hizo posible el atentado lanzado desde allí contra autobuses y automóviles israelíes en el camino a Eilat.

En Libia, que es en estos momentos titular, el problema es no menos sencillo. Allí, al riesgo del radicalismo islámico, se agrega la compleja composición de la sociedad, con el 75% de los libios - algo menos de 7 millones de personas - divididos en 140 tribus, 30 de las cuales tienen poder político. El propio Gaddafi se manejaba con una serie de equilibrios, favores y alianzas con distintos grupos, que recordaban claramente que él venía de una de las tribus, la Gaddafa, mientras que había facciones rivales. De fondo no es que hayan necesariamente ideologías diferentes sino una división de lealtad a distintos grupos, un factor muy fuerte de poder.

Y de aquí, pasamos al tema de la democracia tal cual la conocemos y vivimos en Occidente. Democracia no es sólo ir a votar, ya que también se puede votar por un partido extremista, fundamentalista, que tras ser electo, termine con la actitud democrática tanto de sus opositores como de quienes lo eligieron. Democracia es educación, valores, es una forma de pensar que auténticamente acepta discrepancia y oposición, que respeta a las minorías y a quienes piensan diferente. Por eso, es irreal esperar que la democracia aterrice en el mundo árabe tras decenas de años de regímenes opresores.

Esto no significa que la caída de dictadores no sea una buena noticia. Simplemente significa que no es seguro que quienes los sucedan, sean necesariamente la alternativa esperada.

Fuente: Semanario Hebreo de Uruguay