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«Noche de los Cristales» - 75 años

Imaginemos por un momento la siguiente escena dantesca. Un grupo más o menos numeroso de personas decide que hay otros dentro de los límites de su país que deben ser considerados enemigos. Estos deben ser destruidos por su raza o religión. Quizá hoy nos parezca grotesco, pero no siempre fue así, como ilustra el caso de los judíos durante el régimen de Adolf Hitler y el nacionalsocialismo. Sus bienes deben ser destruidos y ellos mismos deben ser aniquilados, por el bien de la nueva era que comienza.

El ambiente en la Alemania de la década de 1930 mostraba esa realidad - que se iba volviendo cada vez más aceptable - como parte del desarrollo político del país. Razones para odiar a los judíos había suficientes o podrían inventarse en caso de necesidad. Después de todo, si miramos las cosas en perspectiva, Hitler había llegado legalmente al gobierno en 1933 después de años en que había expuesto en entrevistas, discursos e incluso en su libro «Mi Lucha», una visión de su país y del mundo que consideraba como un elemento crucial la persecución de los judíos, hasta las últimas consecuencias.

Hace algunos años el filósofo Alfonso Gómez Lobo me contó una interesante y dramática anécdota. Él había aprendido griego y estudios de la Biblia con una profesora judía alemana, que llegó a Chile por casualidad. Ella había reunido un día a un grupo de amigos judíos tras el advenimiento de Hitler al poder, y les dijo que las cosas se pondrían muy malas - era de las pocas que había leído «Mi Lucha» -, que había que dejar Alemania cuanto antes. Después de una discusión, en la que algunos incluso la tildaron de exagerada, ella reafirmó su posición y dijo muy escuetamente: «Lo que es yo, me voy lo más lejos que pueda». Así llegó a Chile, mientras algunos de sus amigos murieron, demostrando que no había exageración.

Para los que tenían dudas, los años 30 fueron mostrando poco a poco el amargo sabor del racismo y el odio visceral contra los judíos. Al respecto, las leyes de Nüremberg fueron un momento crucial en 1935, aunque algunos interpretaban que esa misma legalidad podría detener las persecuciones «espontáneas», además de las golpizas que de tanto en tanto afectaban a hombres y mujeres pacíficos, por el solo hecho de ser judíos, cuestión que se iba convirtiendo en el peor delito.

Si a alguno le quedaban dudas de hacia dónde iba el régimen nacionalsocialista, la violenta jornada del 9 de noviembre de 1938 vino a clarificar las cosas. La llamada «Noche de los Cristales» fue la culminación de una etapa y la advertencia de lo que vendría. En esa ocasión fueron incendiadas unas 250 sinagogas, miles de locales comerciales fueron atacados y saqueados, así como también algunas escuelas y hospitales judíos, además de hogares que debieron lamentar ataques donde en el Estado no sólo no reprimió, sino que fue un activo colaborador de la barbarie. Decenas de personas murieron atacadas en la jornada de la expansión del odio. Si alguien tuvo dudas en 1933, la destrucción producida en esa noche clarificó las cosas.

Goebbels estaba exultante, como manifestaba en su diario personal, reproducido por Saul Friedlander en su libro «El Tercer Reich y los judíos. Los años de la persecución». Sus palabras eran la exaltación de la violencia antisemita: «Quiero volver al hotel y ver un resplandor rojo sangre en el cielo. La sinagoga… Sólo extinguiremos el fuego para salvar los edificios vecinos. De lo contrario, que arda hasta los cimientos. Desde todo el Reich llega información: 50 sinagogas están ardiendo, luego son ya 70. El Führer ha ordenado que de 20.000 a 30.000 judíos sean arrestados de inmediato… En Berlín arden 5 sinagogas, luego 15. La ira popular se inflama… Debería dársele rienda suelta». Palabras que muestran el ambiente que reinaba en la jerarquía nazi durante los ataques.

La consecuencia de esta arbitrariedad fue la consolidación del programa hitleriano que, en términos pedagógicos, debemos entenderlo como una escalera de odio y exterminio. Primero fueron las ideas antisemitas, manifestadas de manera más o menos abierta; luego la expresión pública a través de entrevistas y, sobre todo, en las febriles páginas de «Mi Lucha»; luego las campañas de opinión, especialmente la despiadada y grosera actividad del «Der Stürmer», el periódico antisemita por excelencia, que dirigía Julius Streicher; las leyes de Nüremberg en 1935; la clausura de medios de prensa judíos; la destrucción de las sinagogas en 1938. Finalmente la guerra, las deportaciones en masa, la consolidación de los campos de concentración, la política de exterminio y el infierno desatado con el asesinato de seis millones de judío. Así, una idea y acción después de la otra, cada vez con más decisión y gravedad, pero que supone el paso previo para consolidar el programa que Hitler había trazado desde 1920 en adelante.

Cuando se cumplen 75 años de esa noche crucial en la historia del Holocausto, es preciso volver al acontecimiento en sí, pero también es necesario conocer la ideología que propició la terrible década del nacionalsocialismo, tanto dentro de Alemania como en el mundo.

Hace algunos días la primera ministra alemana, Ángela Merkel, sostuvo que durante la «Noche de los Cristales Alemania tocó fondo». Puede ser una exageración, incluso un error, considerando que todavía quedaba mucho por descender en la escala de los valores humanos y que el genocidio que anunció Hitler el 30 de enero de 1939 todavía ni siquiera había comenzado. En esa ocasión, cual profeta, prometió «la aniquilación de la raza judía en Europa» si es que se precipitaba una nueva guerra mundial. Sabemos cómo continuó esa historia.

En estos días habrá recuerdos, homenajes, conmemoraciones, discursos, artículos de prensa, quizá alguna película en la televisión. Servirá para conocer o para recordar y para saber que quizá ahí el régimen tocó fondo, no porque se hubiera llegado a las mayores expresiones del mal, sino porque demostraba la sevicia que lo acompañó hasta el final y porque esa noche de la vergüenza anunció que no habría vuelta atrás.

* El autor es Doctor en Historia por la Universidad de Oxford, Inglaterra, y Profesor del Instituto de Historia y de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile.