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No creo en las encuestas

David Cameron y Binyamín NetanyahuLos recientes resultados de los comicios en Israel y Reino Unido y las respectivas victorias por amplio margen de Netanyahu y Cameron contra todos los pronósticos posibles, me llevaron a reflexionar una vez más acerca de por qué no creo en las encuestas electorales, vengan de donde vengan.

No creo ni confío en los sondeos por la misma razón por la cual no creo en horóscopos. Pero quizás miento. La verdad es que creo más en los horóscopos que en las encuestas. Al menos no están sometidos a presiones e intereses que inevitablemente influyen a las empresas encuestadoras.

Las empresas encuestadoras no se diferencian de otras compañías. Y como ocurre con todas ellas, siguen la orientación de sus empresarios. Ahora, todo empresario persigue un objetivo: el éxito. ¿O alguien  conoce a uno que persiga el fracaso? Y bien, en una economía de mercado el éxito es medido de acuerdo a ganancias.

Si hablamos de empresas privadas los medios utilizados para la obtención de ganancias se encuentran sometidos a un sistema de control y vigilancia pública. Así ocurre con productoras de alimentos o bienes; supuestamente con bancos y, sobre todo, con la salud (clínicas, sanatorios y hospitales privados). No sucede lo mismo, empero, con las encuestadoras, exentas de todo control ciudadano

Ningún consumidor político, supongamos un partido o un candidato que orienta su línea siguiendo informes de una encuestadora puede, después de haber fracasado en las elecciones, demandar a la empresa por haber proporcionado datos falsos. Las encuestadoras son, por lo tanto, empresas que actúan no al margen de la ley -como las mafias, por ejemplo - sino, lo que puede ser peor: sin ley.

Ahora bien, si una empresa encuestadora no es confiable en democracia, mucho menos puede serlo en una nación regida por una autocracia o dictadura. ¿O alguien cree que si un gobierno no vacila en corromper y someter al poder judicial va a tener escrúpulos en comprar, o por lo menos presionar a encuestadoras privadas?

Pero supongamos, sin embargo, que eso no es así. Supongamos que las encuestadoras están formadas por personas idóneas, guiadas sólo por la ética de una profesión. ¿Confiará alguien entonces en opiniones de encuestados sometidos a presión y dependientes de la ayuda social? Eso quiere decir simplemente que si en un orden político democrático las encuestas no son confiables, bajo una autocracia son absolutamente desconfiables.

Incluso, allí donde actúan empresas encuestadoras formadas por calificados expertos - sociólogos, psicólogos, politólogos, estadísticos, economistas, consultores, opinólogos y otras especies de la inagotable fauna - no hay ninguna razón para depositar demasiada confianza en las encuestas políticas. En este caso, las suspicacias no son morales sino, por decirlo así, intelectuales.

Efectivamente, las empresas encuestadoras, todas sin excepción, trabajan sobre dos supuestos constitutivos a un paradigma ya obsoleto en las ciencias sociales, aunque vigente en muchos institutos de investigación.

El primero de esos supuestos se basa en la creencia relativa a que la sociedad es un «objeto» mensurable y cuantificable.

El segundo, en la creencia relativa a la objetividad del conocimiento científico.

De acuerdo al primer supuesto, la «sociedad» esta constituida por seres racionales quienes al ser consultados responden de modo racional. Así son medidas y cuantificadas las opiniones. Pero las opiniones no son mónadas, sino eslabones de cadenas interminables. O formulado así: las opiniones son unidades compartidas de modo que una opinión individual nunca es la misma que la compartida. Todo encuestado es, en ese sentido, un ser aislado, quien no argumenta (no opina) y responde, muchas veces, para «salir del paso».

De acuerdo al segundo supuesto, se parte de la base de que las encuestas y los encuestadores transportan verdades objetivas. Pero en ese punto, y ya hace tiempo, las ciencias naturales, aún antes que las sociales, no aceptan la pretensión de objetividad científica.

Fue la física cuántica la que demostró que la observación de ondas y luces en las partículas elementales depende de la subjetividad del observador y de sus instrumentos de observación. La formulación del físico Dieter Zehl es en ese sentido célebre: «la conciencia del observador forma parte del proceso cuántico».

En el caso de una encuesta, y con mucha más razón, la respuesta del encuestado tampoco es independiente de la conciencia del encuestador. Puede suceder incluso que la respuesta ya esté incluida en la pregunta, si no en su letra, por lo menos en el tono de su formulación.

No son por lo demás, escasas las situaciones en que la dirección de un instituto de investigación sustenta una determinada teoría. En ese caso el personal del instituto estará interesado en probar la veracidad de ella eliminando, de modo incluso inconciente, todos los puntos que la contradicen. Así, si una encuestadora sustenta la tesis de que los electores no votarán a Netanyahu o Cameron por razones de seguridad, y otra cree que lo hacen por razones económicas o por emocionales, los resultados obtenidos no sólo son distintos; en muchas ocasiones son opuestos.

Las opiniones - ese es el detalle - no son unidades mensurables ni cuantificables. Ellas están cambiando en minutos, y no dependen tanto de razones o argumentos, sino de acontecimientos que, para que lo sean, deben ser fortuitos. Amenazas, atentados, guerras, epidemias, terremotos o crisis económicas pueden definir resultados electorales de modo más decisivo que cualquier respuesta ocasional. Hay cientos de ejemplos.

Y no por último, hay, además, un momento al que ningún encuestador puede alcanzar. Ese es el momento del elector quien, sin tener que dar cuenta a nadie ni responder a ninguna pregunta, coloca la papeleta en el sobre, asumiendo, solo frente a su conciencia, esa responsabilidad o iresponsabilidad que ninguna encuesta está en condiciones de medir.