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Estimados,

Cada víspera del Año Nuevo Judío me devuelve a Beatriz, mi madrijá (instructora, en hebreo) de la adolescencia (Dante decía que cada uno de nosotros carga con su propia Beatriz); uno de aquellos personajes menudos pero gigantescos, cuya impronta va adherida a mí hasta hoy.

Cuando caía la noche, dos o tres días antes del brindis festivo, ella reunía a nuestro grupo para dejar su mensaje de contenido judaicol. En cierta ocasión - yo tendría 14 o 15 años - nos juntó e inició su relato:

Una vieja leyenda hebrea - nos decía - cuenta que cuando se acerca el fin del mes de Elul - el último del calendario judío -, los ángeles curiosos se sientan al borde de las nubes a escuchar los pedidos que llegan desde la tierra para clasificarlos y transmitirlos al Eterno.

¿Qué hay de nuevo? - preguntó cierta vez un ángel novato recién llegado.

Lo de siempre: amor, paz, salud, felicidad... - contestó el más viejo.

Y bueno, esos deseos son muy importantes.

Lo que pasa es que hace siglos que vengo escuchando los mismos pedidos y aunque el tiempo pasa, los judíos no parecen comprender que esas cosas nunca van a llegar desde el cielo, como un regalo.

¿Qué podríamos hacer para ayudarlos? - Dijo el más joven y entusiasta.

¿Te animarías a bajar con un mensaje y susurrarlo al oído de los que quieran escuchar? - preguntó el más veterano.

Tras una larga conversación se pusieron de acuerdo. El novato se deslizó a la tierra convertido en susurro. Trabajó mañana, tarde y noche, hasta los últimos minutos del último día del año.

Ya casi se escuchaban las primeras oraciones y el sonido del shofar, cuando el veterano aún esperaba ansioso la llegada de una plegaria renovadora. Entonces, luminosa y clara, pudo oír la palabra de un hombre que decía:
 
«Comienza un nuevo año para nuestro pueblo; es el momento de empezar a recrear algo distinto, una comunidad mejor, más solidaria, más tolerante, sin violencia; con amor; con dignidad; con menos guardias y más maestros, con menos prisiones y más escuelas, con menos desdichados y menos oprimidos...

Unamos nuestros pensamientos y formemos una cadena humana de viejos, jóvenes y niños, hasta sentir que un calor va pasando de una mente a otra, de un corazón a otro, el calor del amor y la comprensión, el calor que tanta falta nos hace...

Si queremos, podemos conseguirlo; si no lo hacemos estamos perdidos, porque nadie más que nosotros podrá construir nuestra propia felicidad».

Dice la leyenda que desde el borde de una nube, allá en el cielo, dos ángeles cómplices - por única vez - sonrieron satisfechos.

Recuerdo que volví a casa confundido. Había captado todo el mensaje de solidaridad, tolerancia, dignidad y amor. Pero un detalle no me permitió dormir esa noche; y por lo visto muchas noches más hasta hoy:

«Por única vez», había dicho Beatriz. ¿Porqué?

Después de vivir en Israel 45 años y con la mochila bastante cargada de experiencias muy peculiares - de ésas pero también de aquéllas -, llegué a comprender que el tiempo es eterno; algo así como un impalpable bogar en un mar infinito. Viene de un espacio vacío con rumbo a otros también intangibles. Es el viejo Chronos con su errante y cansado paso.

Los judíos, a veces, pretendemos dividirlo. Hacemos etiquetas y calendarios con plazos y fechas; incluso remitimos tarjetas de felicitación y prosperidad. Instantes que marcan el acontecer de un período y desde donde arranca otro igual. Segundos, minutos, horas, días, años, siglos; celdas donde encerramos el fluir de la vida. Todo un artificio social.

Cada fin de año judío nos invade una alegría especial. Tratamos de olvidar pesares y desencantos; por un momento nos ponemos las máscaras grises para danzar en el carnaval de la introspección y de la reflexión. Afloran motivos trascendentes. Aspiramos ir más allá de la fácil circunstancia de los banquetes y de las últimas ofertas que nos ofrecen los shoppings.

Al empezar la nueva cuenta del almanaque nos ensimismamos. En forma instintiva buscamos refugio en nosotros mismos.

Descubrimos el fondo de los pensamientos; buceamos en el alma. De lo recolectado interiormente nacen ideas. Es una actitud contemplativa: regrezamos al pasado para sacar conclusiones que apunten al porvenir. Somos lo que somos por lo construido en la vida colectiva; es nuestro patrimonio. Encaminamos nuestros pasos con la esperanza de armar una sociedad un poco mejor; es la herencia que quisiéramos dejarle a las generaciones venideras.

Esta es la etapa sosegada del año. La luz se hunde en el cielo, las nubes aparecen y se esfuman con la misma rapidez. La claridad destaca el fino contorno de las montañas de la serenidad. Por sus laderas van resbalando nuestras flaquezas humanas: el egoísmo, la opresión y la corrupción que nos asedian como una sombra.

Pero a veces, el sol intenta elevarse; nuevos contornos se iluminan y un solidario principio fraternal nos agita. Desde nuestra butaca familiar surgen las reflexiones; la meditación parece alcanzar su más alto sentido de amor y fraternidad. Es el momento en que nuestras añoranzas, los seres que nos rodean, la vida del Israel que habitamos, el pueblo al que pertenecemos, la cultura que históricamente recibimos, se juntan con otros seres, comunidades, tradiciones y culturas distintas en el tiempo y en el espacio. Un panorama total que despierta un interés superior.

Nos percatamos de los vaivenes, fisuras, debilidades que unen y separan a los judíos. La nobleza espiritual frente a la envidia, el odio y la mentira. Como en el Infierno de Dante (cada uno con su Beatriz), recorremos la indiferencia de la sociedad; nos alarma comprobar como se pisotean con tanta frecuencia aquellos valores fundamentales en los que mi madrijá hizo hincapié. Lo nuestro es apenas una ola en el devenir general; hojas secas barridas por el viento de la incomprensión y la falsedad.

De la comparación nos aparece la crisis actual; no sólo la social y la de premisas frágiles, sino la auténtica: la del respeto, la bondad, la dignidad, la justicia y la solidaridad entre nosotros; la del olvido del solidario destino común del pueblo judío. Es el Satanás de la hora presente, que por sus ideas persigue, encarcela y asesina a sus semejantes; el que establece el libre albedrío de hombres y mujeres; el que de manera avara cuenta constantemente las monedas y condena a la opresión, al hambre y a la desesperanza a los débiles sedientos de justicia social; el que engaña a su prójimo con falsas promesas de una vida fácil y ociosa; el que con expresiones de necia ignorancia se ríe de las normas jurídicas para alcanzar sus más bajos apetitos.

El retumbar de las alarmas ya es mucho más que un estado de alerta ante el Apocalipsis. Es como uno de esos síntomas de intenso malestar corporal que no podemos pasar por alto. Si seguimos ignorando esa luz cada vez más roja, la indiferencia nos conducirá hacia lo peor.

Nuestra cultura nos motiva y condiciona. Mas no es el legado de nuestros profetas lo que vemos. Las antorchas de la inconformidad se alzan por todos los paralelos y latitudes de nuestro entorno. Se trata de buscar un estado de paz general, aquí y ahora; dejar atrás la larga noche de la incomprensión. Así entenderemos que los mensajes básicos del judaísmo pueden ser tan fuertes como las trompetas bíblicas para romper murallas mentales; tan eternas como el tiempo que viene de la nada y que lo es todo.

Estos instantes de fin de año nos elevan de los círculos sombríos. Deberíamos tener un poco más de confianza en nuestra sociedad, en sus grandes y ocultas fuerzas vitales, en sus herencias de hondo concepto moral.

Más que ninguna riqueza material, el fraterno convivir es el mejor camino para el pueblo de Israel. Llegaremos a ello sólo cuando el «yo» del egoísmo se cambie por el «nosotros» de la solidaridad. Esa es la paz interior que buscamos; la paz entre nosotros y con todos los seres humanos.

En ese día, comenzará realmente el Año Nuevo para nuestro pueblo.

¡Shana Tová Umetuká y Buena Semana!