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Shimon y Ruby

Shimón Peres y Reuvén RivlinEstimados,

Cuentan que cuando un joven político se convirtió en veterano presidente, visitó la localidad más pequeña de su país en la cual se encontró con un obrero de su misma edad e idéntico a él.

Sorprendido, el mandatario interrogó a su doble con cierta arrogancia y picardía: «¿Su madre trabajó alguna vez en el Parlamento?». Desconcertado, el hombre respondió: «Mamá no, pero papá fue muchos años el encargado allí de los jardines».

El relato fue analizado por Freud en su libro «El chiste y su relación con lo inconsciente» (1905) para ilustrar cómo los pueblos utilizan el humor para burlarse de sus gobernantes y así «desquitarse» por sus abusos de poder.

La broma cuestiona, además, los argumentos de los que se invisten dicho poder para asegurar su continuidad mediante el «símbolo» y la «tradición».

La reciente y controvertida elección presidencial en Israel desató una ola de chistes, críticas y caricaturas en los medios y las redes sociales, que los políticos soportaron «democráticamente». Al final, el pueblo se muestra bastante desilusionado por las frivolidades de algunos y por la corrupción de otros.

Ante la asunción de Ruby Rivlin y el fin del mandato de Shimón Peres, muchos israelíes nos preguntamos si tiene sentido seguir manteniendo la institución presidencial y subsidiar el alto nivel de vida de cada candidato electo sólo por 120 diputados, plagados de intereses personales, en una nación de más de ocho millones de habitantes.

En los países donde existen reyes o emperadores, la realeza funciona como un símbolo nacional que unifica a los ciudadanos, igual que la bandera, el escudo y el himno. Pero desde el punto de vista práctico, las familias reales aportan poco y nada a la administración política o económica de esos estados. En su mayoría se trata de fabricantes de escándalos y clientes eternos de la prensa rosa o amarilla.

Para justificar el sostenimiento de la presidencia israelí, se suele invocar al símbolo, el «deseo» del pueblo, la «unión», la «tradición» y la legitimidad de los candidatos que, hasta ahora, ninguna ley obliga a poner a prueba.

Esta modalidad de mantenimiento de un organismo aparentemente representativo es imitada, en estos tiempos modernos y valga la diferencia, por regímenes que pasan por democráticos y presidenciales. Así ocurre en Corea del Norte y el imperio indefinido de la dinastía Kim, en Siria donde gobierna desde hace 40 años la familia Assad, o en Cuba donde mandan los Castro desde hace más de medio siglo sin intención alguna de abandonar el poder.

Si la filiación sanguínea no se aplica para asegurar la sucesión, entonces se invoca a la filiación política incondicional y el Parlamento designa oportunamente a sus candicatos más «representativos», como lo pudimos comprobar en los casos de Moshé Katsav o Ezer Weizman.

Yo pregunto: ¿Qué motiva a alguien a creerse designado por una instancia superior política, popular o histórica, para mantenerse indefinidamente en el poder sin poder, y encargarse de asegurar la continuidad del símbolo y la tradición? Porque en estos casos no hay ninguna distinción clara entre los propios deseos del presidente - cualquiera sea -, las aspiraciones y la conveniencia de los israelíes, y un proyecto de autoridad vacía que se considera a sí mismo insuperable.

No existe una distinción clara entre la misión histórica de transformar una nación y un delirio personal compartido por millones que pasa clínicamente desapercibido.

Como decía Yeshayahu Leibowitz: «Si un ser humano cualquiera se cree Dios, está loco; y no lo está menos que un Dios que se cree Dios».

¡Buena Semana!