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El nudo gordiano de la Ciudad Santa

Jerusalén OrientalNo busquemos claves para un nuevo proceso de paz en Oriente Medio. No las hay, al menos en el horizonte inmediato. El nudo gordiano que hay que empezar a deshacer no es el Estado palestino, es Jerusalén.

Ahora que la presión arrecia, si la comunidad internacional es capaz de defender los derechos de unos y otros en la capital y forzar acuerdos, el proceso habrá empezado y no harán falta infinitas tratativas para saber si ambas partes pueden iniciar conversaciones.

Es en los atardeceres, generalmente anaranjados, cuando Jerusalén honra sus espejismos. Sus piedras se tiñen de color miel, el rugido urbano amaina y un aire de recogimiento se apodera de los callejones de la Ciudad Vieja.

Se puede intuir entonces la Jerusalén divinizada por las tres religiones monoteístas, el viejo ideal de paz y perfección, plasmado por el arte románico y gótico como la encarnación del Edén.

Es esa la Jerusalén mesiánica de los profetas Isaías y Jeremías, el centro del mundo de la cartografía cristiana medieval, y la ciudad donde reposan los ojos de Alá cada noche antes de mirar al resto del mundo.
 
Pero la realidad se parece muy poco a ese paraíso en la tierra proyectado por la gente de fe. Jerusalén es el centro de la disputa histórica entre israelíes y palestinos, y el foco del último desencuentro diplomático entre Israel y EE.UU.

Los palestinos aspiran a una porción de la ciudad para convertirla en su futura capital. Pero Israel mantiene que Jerusalén es su capital eterna e indivisible, invocada en las plegarias diarias de los judíos a lo largo de los siglos.
 
Como antes hicieron otros gobiernos israelíes, el actual de Binyamín Netanyahu no quiere renunciar a un centímetro de ella. Para decantar el pulso demográfico a su favor, se esfuerza por seguir trasvasando población judía al sector árabe. Así, aspira a hacer inviable una futura partición como la discutida sin éxito en las negociaciones de Camp David en el año 2000.

La ironía del caso es que Jerusalén apenas nunca tuvo valor estratégico ni comercial. Y ni siquiera hoy es capaz de conservar a las mejores mentes del país. Las élites israelíes se van. Abandonan su pobreza crónica, su dogmatismo religioso y ese estatus de permanente conflicto. Como escribían hace un milenio el geógrafo árabe Maqqadisi, «Jerusalén es una cuenca dorada llena de escorpiones».

Para el ojo inexperto no siempre es fácil percibir la tensión. Ya no quedan fronteras físicas dentro de la ciudad, dividida por muros y alambradas entre 1948 y 1967, cuando Jordania administró el oriente árabe e Israel, el occidente judío. Pero cada comunidad raramente hace vida fuera de su feudo.

La mayoría de los israelíes nunca han estado en Jerusalén Oriental. Tienen miedo, lo consideran territorio hostil.

En la ciudad las leyes son las mismas para todos. Pero la convivencia se ciñe a las salas de espera de los hospitales, los parques, algunos supermercados y un par de bares frecuentados por la bohemia de uno y otro lado. Los autobuses son distintos. También los colegios. Hay veces incluso que cada sector de Jerusalén parece anclado en un continente aparte.
 
El oeste está plenamente asentado en el primer mundo, salvo algunos guetos ultraortodoxos. El este, en cambio, coquetea con el tercero. No hay apenas verde y ni una sola piscina pública. La basura se acumula en los rincones y el asfalto está lleno de boquetes debido a la indiferencia de la municipalidad. Los palestinos son cerca del 33% de los habitantes de Jerusalén pero sólo reciben el 10% del presupuesto.
 
Tampoco hay espacio para acomodar su crecimiento de población. El hacinamiento en la ciudad vieja es insufrible. No hay intimidad. Los hijos tienen que vivir con sus padres, ya casados y con prole. No se van de casa porque es carísimo alquilar y si se marchan de Jerusalén se exponen a perder tsus derechos. A los palestinos que viven varios años fuera de la ciudad, el ministerio de Interior les revoca el permiso de residencia. En 2011 fueron más de 5.000.

En 43 años, el ayuntamiento no ha construido un solo nuevo barrio para los palestinos. En cambio ha alentado la proliferación de barrios judíos, donde viven hoy cerca de 220.000 israelíes. La mayoría lo hace en la periferia, en suburbios concebidos para la clase media-baja, donde empiezan a llegar algunos palestinos ante la escasa oferta en sus feudos. Pero la verdadera batalla se libra en la Ciudad Vieja y los barrios árabes pegados a sus murallas.
 
Es allí donde los colonos más fanáticos centran sus esfuerzos, con ayuda de donantes extranjeros y en convivencia con la municipalidad dirigida por el empresario Nir Barkat, judío laico y ultranacionalista.

Arié King vive en un barrio del Monte de los Olivos y dirige una fundación que compra propiedades a árabes y las vende a judíos. «Un Estado palestino sería una amenaza para Israel. El mejor modo de impedirlo es asentando a judíos en Jerusalén Oriental - admitió -. No es difícil, todos los lugares bíblicos están en la parte árabe».

Los palestinos se sienten arrinconados. Les hacen la vida imposible para que se marchen. Alcanza con ver el abandono municipal, las demoliciones de casas o la imposibilidad de obtener un permiso de reunificación familiar para aquellos que se casan con parejas de fuera de Jerusalén.
 
Pero pocos tienen fuerzas para lanzar una nueva revuelta. No hay líderes a la vista, ni unidad política ni ganas de enfrentarse a otro episodio de muerte, cárcel y ruina económica. Parece ser un callejón sin salida.

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