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Salvador Allende - 40 años

Salvador AllendeFaltaban diez días para que la primavera llegara nuevamente en aquel 1973. Mientras que en nuestro país se esperaba ansiosamente que Perón ganara las elecciones que se realizarían el 23 de septiembre, al otro lado de la cordillera los aviones sobrevolaban la sede gubernamental, el Palacio de la Moneda, prestos a descargar sus bombas.

La primavera no arribaría por muchos años a Chile. Un invierno de terror y muerte llegaría de la mano de los genocidas Pinochet, Leight, Merino y Cía y era el prólogo de los años de niebla y plomo que se extendería por buena parte de América Latina.

Largamente se había preparado el derrocamiento de una experiencia socialista en libertad. Los camioneros, financiados por la oligarquía chilena conocida como los momios, la CIA y la embajada norteamericana, habían sumido al país en el desabastecimiento y ejecutado miles de actos terroristas. Todo el complot era acompañado por sectores mayoritarios de las clases medias con el ruido de sus cacerolas, por la Democracia Cristiana y por la prensa del establishment, en la que el diario «El Mercurio» habría de jugar un rol destacado. Luego se sabría que había recibido dos millones de dólares desde EE.UU para su campaña desestabilizadora.

Salvador Allende, «el Chicho», el protagonista principal de una experiencia original, la vía chilena al socialismo, había entrado en ese edificio, símbolo del poder, luego de varias derrotas electorales, habiendo alcanzado la victoria en las memorables elecciones del 4 de septiembre de 1970.

Entre ese día triunfal y el arribo a «La Moneda» el 24 de octubre, se organizó desde Washington una excepcional ofensiva para impedir la asunción, que no vaciló en asesinar al general René Schneider, comandante en jefe del ejército, en consonancia con la orden del presidente Nixon, revelada por la comisión Church: «No hay que dejar ninguna piedra sin mover para obstruir la llegada de Allende».

A pesar de las oscuras nubes de tormenta, Salvador Allende dijo el día de su arribo al gobierno: «Miles y miles de hombres sembraron su dolor y su esperanza en esta hora que al pueblo le pertenece. Esto que hoy germina es una larga jornada. Yo sólo tomo en mis manos la antorcha que encendieron los que antes que nosotros lucharon...».

Jorge Arrate, que fue ministro de Allende y luego en democracia de Patricio Aylwin y Eduardo Frei, escribió en «Le Monde Diplomatique»: «Allende fue un orfebre de la política y supo aunar las diferencias en un ideario básico compartido. Reitero: aunar, más que zanjar. Allende era un demócrata en su práctica diaria, respetaba a los partidos como expresiones de voluntad colectiva, negociaba, limaba, comprometía, convencía. Nunca fue un líder con rasgos autoritarios, siempre aceptó las críticas que le hacían los suyos y nunca las descalificó aunque no las compartiera. No es que le faltara carácter, capacidad de mando o claridad de propósitos. Por el contrario, tenía una recia personalidad, uno de cuyos rasgos destacados era el coraje. Pero las decisiones que adoptó durante su gobierno, calibraron cuidadosamente la opinión colectiva de quienes lo apoyaban».

El almanaque señala el 11 de septiembre de 1973. Han pasado mil días que revolucionaron la historia chilena, desde la nacionalización del cobre al vaso de leche para cada niño chileno. En «La Moneda», el presidente desafía a los golpistas: «Pagaré con mi vida la defensa de principios que son caros a esta patria». Las bombas ya caen sobre el edificio gubernamental, produciendo daños e incendios. La voz del presidente se transmite por la única radio en su poder entre las bombas que caen y la nerviosidad de los colaboradores dispuestos a acompañar al primer mandatario en su decisión irrevocable. Decía: «Amigos míos. Esta es la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado la torre de radio Portales y radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción... Ante estos hechos, sólo me cabe decir a los trabajadores ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregaremos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos. Pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos».

Después de agradecer a los trabajadores, a las mujeres modestas, a los profesionales, a la juventud, a las campesinas, al intelectual y denunciar al imperialismo y a los sectores de privilegio «que hoy estarán en sus casas esperando con mano ajena, reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías», concluye: «Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor».

Salvador Allende, «el Chicho», muere con su ametralladora en la mano, fiel a sus convicciones y a su pueblo, suicidándose, escapando al asesinato de sus verdugos, antes de soportar las vejaciones que le esperaban.  

Cuarenta años después, la emocionada voz del Chicho Allende resurge en otras gargantas y otros brazos en la Plaza de la Constitución, en los estudiantes que lo levantan persiguiendo sus derechos. Cuarenta años después, la fuerza de su discurso póstumo se yergue sobre los Andes, como el amanecer de cada día, mientras que los golpistas que sembraron el país de campos de concentración, desaparecidos y muertos, lentamente van recibiendo la condena histórica aunque  mantienen su presencia e influencia en gobiernos como el de Sebastian Piñera y en la estructura económica que se ha prolongado intacta en democracia con gobiernos de diferentes signos. El mismo político que ahora, cuatro décadas después, afirma: «La Unidad Popular quebrantó la legalidad y el Estado de Derecho en nuestro país y eso también debemos recordarlo. Las responsabilidades fueron mucho más compartidas de lo que algunos sostienen».

La futura presidenta de Chile, Michelle Bachelet, que volverá nuevamente a la Moneda y cuyo padre murió por las torturas de los esbirros de Pinochet, en cambio sostuvo: «No es justo hablar de golpe de Estado como algo inevitable. Era necesario más democracia, no un golpe… No existe reconciliación sin verdad y justicia. Tenemos necesidad de saber qué vivieron las víctimas. El derecho mínimo de hacer el duelo y tener un lugar físico. Aún tenemos una fractura profunda entre quienes confiamos en la democracia… Las violaciones a los derechos humanos no son justificables… Vivimos un momento que demanda que nuestra democracia ha cristalizado en Chile, con mayor capacidad de movilización, crítica y consciente de sus derechos… Un país que oculta su historia se arriesga a tropezar una y otra vez».

Esa historia que como una obra melodramática enfrentará en las próximas elecciones a dos compañeras de la infancia, cuyos padres, generales de la aeronáutica eran amigos íntimos. El arribo de Salvador Allende cristalizó una diferencia: mientras Fernando Matthei votaba a la derecha de Jorge Alessandri, Alberto Bachelet era ministro de Salvador Allende. El primero ascendió al máximo escalón de los aviadores golpistas y el segundo murió asesinado en las mazmorras de la dictadura sanguinaria. Existe la alta probabilidad que mientras Matthei dirigía  la Academia de Guerra Aérea (AGA), Bachelet, en ese mismo lugar, hubiese sido interrogado y torturado. En un libro testimonial, Matthei escribió: «Confieso que nunca fui a visitar ni al subterráneo de la academia ni a la cárcel, hecho del cual me avergüenzo». Michelle y su madre Ángela Jeria se exiliaron en Alemania tras permanecer detenidas en Villa Grimaldi, uno de los principales centro de torturas.

Cuarenta años más tarde, las hijas de ambos militares, Evelyn Matthei (Ingeniera comercial, economista) desde la extrema derecha y Michelle Bachelet (pediatra), desde el centro izquierda, amigas de la infancia, luchan por llegar a la casa de gobierno, la mítica «La Moneda», la misma que fue bombardeada y destruida aquel fatídico 11 de septiembre.

El propio cadáver de Salvador Allende tuvo alternativas significativas: tras el golpe fue sepultado, por órdenes de Pinochet, de noche, en el cementerio de Víña del Mar, en una tumba sin nombre.

En 1990, ya en democracia, esa que nació vigilada por los asaltantes de septiembre, fue trasladado al mausoleo familiar en Santiago, acompañado de una multitud que rindió el homenaje que los asesinos impidieron en su oportunidad.

La famosa canción de Pablo Milanés se hacía realidad: «Más temprano que tarde sin reposo / retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas. / Renacerá mi pueblo de sus ruinas / y pagarán sus culpas los traidores. / Un niño jugará en una alameda / y cantará con sus amigos nuevos / y ese canto será el canto del suelo / a una vida segada en la Moneda».

La tercera exhumación fue en el 2011 para constatar la causa de su muerte, determinándose fehacientemente que el inolvidable Chicho se suicidó.     

Volviendo a aquel martes 11 de septiembre, el discurso del presidente terminaba: «¡Viva Chile! ¡Viva el Pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».

Cuarenta años después, el monumento de Allende está ahí en La Moneda, y en el corazón agradecido de por lo menos la mitad de los chilenos. En cuatro décadas, la historia, esa dama lenta y veleidosa pero que suele hacer justicia, acoge como un hijo pródigo al presidente socialista derrocado brutalmente, mientras que el emblema de su derrocamiento, Augusto Pinochet, que además de asesino fue ladrón, se eclipsa en el reconocimiento planetario.

A cuarenta años de su muerte, revive la guitarra de Víctor Jara, asesinado en el Estadio Nacional - hoy Estadio Víctor Jara - después que le destrozaron sus manos, en homenaje de Salvador Allende. Si se aguza el oído se puede escuchar «Manifiesto»: «Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz; / canto porque la guitarra / tiene sentido y razón. / Tiene corazón de tierra / y alas de palomita; / es como el agua bendita, / santigua glorias y penas. / Aquí se encajó mi canto / como dijera Violeta; / guitarra trabajadora / con olor a primavera. / Que no es guitarra de ricos / ni cosa que se parezca; / mi canto es de los andamios / para alcanzar las estrellas. / Que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas; / no las lisonjas fugaces / ni las famas extranjeras / sino el canto de una lonja / hasta el fondo de la tierra. / Ahí donde llega todo / y donde todo comienza. / Canto que ha sido valiente / siempre será canción nueva, /siempre será canción nueva, / siempre será canción nueva».