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Genocidas también mueren

Jorge Rafael VidelaLa vida es un milagro y la muerte un misterio. Entre ambos extremos discurre la existencia. El filósofo alemán Theodor Adorno se preguntó si era posible escribir poesía después de Auschwitz. En otra dimensión pero en el mismo terreno del horror, la pregunta es pertinente agregando la ESMA a Auschwitz.

La respuesta es sí, se puede seguir viviendo y escribiendo poesía. Porque aunque la muerte está tan segura de su triunfo que da de ventaja la extensión de cada vida, la memoria derrota a la inexorabilidad de la muerte.

Un episodio de la guerra civil española es muy ilustrativo: cuando las tropas de Franco, comandadas por José Millán de Astray, que era manco, entraron a la Universidad de Salamanca al grito de ¡Viva la muerte!, ¡Muera la inteligencia!  

Su rector, Miguel de Unamuno, que pocos meses después moriría de tristeza, le contestó: «Todos estáis pendientes de mis palabras y todos me conocéis y me sabéis incapaz de callar… Callar significa a veces mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Yo no podría sobrevivir al divorcio entre mi conciencia y mi palabra. Seré breve y la verdad es más verdad cuando se expone desnuda... Acabo de oír el grito necrófilo y carente de sentido de ¡Viva la Muerte! Me suena lo mismo que ¡Muera la Vida! Y yo, que he pasado la vida creando paradojas, he de deciros, como autoridad en la materia, que esa ridícula paradoja me repugna. El general Millán de Astray es inválido. No es preciso decirlo en tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Desgraciadamente hay demasiados inválidos en España. Y pronto habrá muchos más. Me aterra pensar que el general Millán de Astray pueda dictar normas de psicología de masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era simplemente un hombre, y no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como digo, que carezca de esa superioridad de espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo se multiplica el número de mutilados alrededor de él… Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España».

Jorge Rafael Videla no tuvo la impudicia verbal de Millán de Astray, pero sí su mediocridad y criminalidad; decidió ponerse al servicio de la muerte instrumentada en la clandestinidad de las mazmorras, en los campos de concentración, haciendo de la picana, el submarino y el ocultamiento de los asesinados a través de la figura canallesca de la desaparición, algunos de los signos emblemáticos de su gobierno.

No puede decirse que sus intenciones hubieran estado ocultas: afirmó en Montevideo el 17 de octubre de 1975, como Comandante en Jefe del Ejército: «Si es preciso, en la Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país».

Videla carecía de virtudes visibles, al punto que el diario La Opinión, que había jugado claramente a favor del golpe, del cual su director, Jacobo Timerman, fue una de sus víctimas, a pocos días de haber asumido como presidente sólo pudo decir que «Era un hombre que sabía escuchar». Hasta de eso carecía, porque resultó indiferente a los pedidos de los familiares de las víctimas que le reclamaban por el paradero de sus familiares.

Enredado en sus precariedades y asesinatos llegó a afirmar: «Un desaparecido es una incógnita. No tiene entidad, no está ni muerto ni vivo. Está desaparecido».

En apenas cuatro meses y medio, el 2013 se ha llevado, mejorando el aire, a dos figuras emblemáticas de la dictadura establishment-militar: en marzo Alfredo Martínez de Hoz y ahora en mayo a Videla. Y resulta imprescindible dejar claro lo ocurrido en pocas líneas: no fue Videla quien designó a Martínez de Hoz, sino que fue Martínez de Hoz, como símbolo del establishment, quien instigó y programó el golpe y luego Videla, como ejecutor del plan criminal, designó al elegido por el poder económico para que desmantelara el modelo de sustitución de importaciones, con el Estado de bienestar destruido y sus remanentes al servicio de los poderosos, la derogación de las conquistas sociales y el arrasamiento del desarrollo industrial consolidados durante el peronismo.

Los dos golpes anteriores, el de 1955 y 1966, con su cuota de horror y crueldad,  fracasaron en lograr plenamente los objetivos propuestos, los que iban a encontrar en la dictadura genocida el intento de solución final del populismo a través de la apertura indiscriminada de la economía, el desmantelamiento industrial sustituido por el modelo de rentabilidad financiera, que implicaba atacar al monstruo que estaba en sus entrañas que es la clase obrera.

La metodología para lograrlo fue el terrorismo de Estado. El objetivo en buena parte fue logrado y culturalmente anida en algunas franjas actuales de nuestra sociedad.

Dejaron como campo minado al retirarse, como soga al cuello de la democracia hasta el 2003, calificada por el ensayista Alejandro Horowicz como «la democracia de la derrota», la gigantesca deuda externa.

Videla murió llevándose muchos secretos a la tumba. Sin embargo, en sus últimas declaraciones, pudieron confirmarse muchas de las verdades denunciadas y que no habían sido reconocidas por los imputados. Así dijo: «Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la justicia ni tampoco fusiladas. El dilema era cómo hacerlo para que a la sociedad le pasara desapercibido. La solución fue sutil: la desaparición de personas, que creaba una situación ambigua en la gente; no estaban, no se sabía qué había pasado con ellos; yo lo definí alguna vez como una entelequia. Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera... Los empresarios colaboraron y cooperaron con nosotros… la iglesia no nos molestaba, no nos hacía daño, era muy comprensiva».

También manifestó su desencanto hacia los empresarios que luego le retacearon su apoyo, cuando fue enviado a la cárcel luego de ser juzgado, como aquellos medios de los que fue socio en Papel Prensa.

La Iglesia le fue más fiel. Pese a las condenas por delitos de lesa humanidad, nunca lo excomulgó.

El autor de estas líneas es agnóstico y sólo cree en la justicia terrenal. Esa que gracias a la lucha notable de los organismos de derechos humanos, de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, del histórico Juicio a las Juntas bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, y la política de derechos humanos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández han impulsado, ha permitido llevar a los inspiradores y ejecutores del terrorismo de Estado al banquillo de los acusados.

Pero Videla fue un fervoroso católico, que creía en la justicia de Dios que suponía mucho más comprensiva y benévola que la de los hombres.

Por un momento imaginemos su presencia ante Dios, construido a escala humana, que en función del libre albedrío que le otorgó a su máxima creación, es un testigo indiferente a las atrocidades que los seres humanos perpetran o que nunca se dio una vuelta por Auschwitz-Birkenau o la ESMA o La Perla, ni siquiera por una sala de oncología pediátrica.

Espero que Dios y Videla eternamente escuchen los alaridos de los torturados, el sufrimiento de las mujeres violadas, la escena inenarrable de una mujer que tiene a su bebé engrillada a la cama, con sus ojos vendados y sabiendo que el nacimiento de su hijo es su sentencia de muerte, el delito inenarrable de sustituir la identidad de una criatura, apropiándola y convirtiéndola en botín de guerra.

Que escuchen el ruido de un ser vivo narcotizado arrojado desde un avión al Río de la Plata.

Que miren el rostro de los chicos de «La noche de los lápices», del negrito Avellaneda empalado y asesinado a los quince años, de los miles y miles de jóvenes desaparecidos, eternamente jóvenes, en sus fotografías en blanco y negro.

Murió Videla en la cárcel de Marcos Paz, después de ser juzgado y condenado, a unos pocos kilómetros de mi casa en La Ciudad del Árbol. Ahí donde desparecieron en junio de 1977, el intendente Oscar Sánchez, democráticamente elegido, y los militantes políticos Juan Takara (contador), Olga Souza Pinto (profesora), Enrique Sous (docente, delegado gremial), Manuel Coria (obrero) y su hermana María desaparecida cuando lo buscaba. Y también a los 16 militantes del grupo PROA, cuyo referente era el ex Secretario de Derechos Humanos Eduardo Luís Duhalde, asesinados y desaparecidos en un operativo del ejército en esta ciudad y en Capital Federal y el Gran Buenos Aires.

Pensando en su recuerdo y por su memoria, he escrito ésta nota.

Porque como decía al principio, la vida es un milagro y la muerte un misterio. Entre ambos extremos discurre la existencia.

A miles de argentinos se le impidió ese camino siendo asesinados en la clandestinidad y sin posibilidad de un juicio. Y uno de sus máximos responsables murió hace unos días, a pocos minutos de que un carcelero lo observara por la mirilla de su celda cuando realizaba sus necesidades fisiológicas.

En esa escena está simbolizado lo efímero del poder de los que se creen eternos y dueños de la vida enarbolando la bandera de ¡Viva la muerte!, se llamen Millán de Astray o Jorge Rafael Videla.

Porque los asesinos y los genocidas, verdad de Perogrullo, también mueren.