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Años de plomo

Jorge Rafael VidelaNunca se arrepintió de su nefasto ingreso en la historia. «A veces los pueblos deben sacrificarse en pos de objetivos mucho más importantes», dijo una vez, cuando justificó la represión que aplicó durante sus años de plomo.

En agosto de 1975, cuando ya el gobierno argentino de Isabelita Perón hacía agua por los cuatro costados, fue nombrado comandante en jefe del ejército. Con él en el cargo se concretó el golpe del 24 de marzo de 1976, el día en que la historia argentina se dividió en dos para siempre.

Las Fuerzas Armadas se apropiaron del Estado y en una acción planificada de exterminio, aprobada en una reunión de generales, almirantes y brigadieres, se iniciaron miles de detenciones clandestinas y asesinatos masivos.

El suyo fue un gobierno a sangre y apertura de mercados. Ordenó cerrar escuelas, quemar libros y puso a funcionar un plan económico que pulverizó la industria de su país.

Era el más católico y el más fundamentalista a la hora de oponerse a lo que el veía como «el comunismo internacional». Bajo su régimen murieron o desaparecieron unas 30 mil personas, según cifras de organismos de derechos humanos. Nunca ocultó su responsabilidad política en la represión, aunque siempre buscó justificarla bajo el argumento de que Argentina lidiaba una guerra.

«Proceso de Reorganización Nacional», le puso como nombre oficial. Pero fue terrorismo de Estado, puro y duro, sin precedentes en la historia argentina, una sociedad que había sufrido, no obstante, seis golpes militares en las cuatro décadas anteriores.

Los cadáveres aparecían en las calles, enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al río. Nunca hubo ejecuciones oficiales, porque todas eran clandestinas. En Argentina, desde 1976 a 1983, no hubo muertos; las personas desaparecían.

Desaparecieron estudiantes, periodistas, intelectuales, profesionales, personas conocidas por su militancia política y social, pero también familiares, gente señalada por otros o mencionada en las sesiones de tortura.

«Desaparecido» fue el eufemismo con que el que se denominó a las víctimas de esa dictadura y el término ya lo había definido el mismo comandante en jefe en respuesta a las primeras indagaciones y presiones internacionales sobre la represión: «Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial; es una incógnita; es un desaparecido; no tiene entidad; no está ni muerto ni vivo, está desaparecido». Esa cínica visión del exterminio sin pruebas la compartían entonces el ejército argentino, algunos cuadros políticos de los principales partidos, empresarios, eclesiásticos y periodistas. «Todos están bajo tierra», respondió cierta vez un alto general para «tranquilizar» a ciudadanos que preguntaban sobre la actividad de algunos delegados sindicales.

A esa dictadura no le faltaron apoyos. Algunos de ellos naturales y previstos, como el del poder económico y financiero o el de la jerarquía de la Iglesia católica, que, salvo excepciones, bendijo la represión, la santificó y obtuvo a cambio importantes beneficios corporativos.

Ese episodio de barbarización política y degradación del Estado no hubiera sido posible sin la adhesión y conformidad de amplios sectores de la población. Miedo, silencio, complicidad y también una convicción de que el orden de la dictadura era preferible al «caos» y violencia anteriores.

Cuando la dictadura cayó, la lucha por la información, la verdad, la exigencia de justicia y el rechazo del olvido se convirtieron en señas de identidad de la transición a la democracia.

Tres décadas después, esa dictadura de apenas siete años aparece ya como uno de los más destacados ejemplos de terrorismo de Estado de la historia de masacres administradas.

Fue condenado a cadena perpetua por la desaparición de 31 detenidos y a otros 50 años por el robo de niños nacidos de prisioneras en centros de detención clandestinos.

«Un ser despreciable y un genocida ha dejado este mundo», fueron las palabras con las que lo despidió Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo.

Hacia el final de su vida, Jorge Rafael Videla intentó defender políticamente su rol en la historia, pero fue en vano. Recordó el papel de los políticos en los días previos a los años de plomo, cuando «nos pedían que actuáramos con urgencia y energía», y que muchos de ellos luego levantaron la voz contra la dictadura tras el estrepitoso fracaso en la guerra de Malvinas.

La muerte vino en su ayuda, pero la justicia y la histora ya le reservaron el lugar preferente para los de su estirpe y calaña.