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El último tren

No llegaron a los cien años. El progreso, que no necesariamente lo es, decidió jubilarlos. Esos viejos vagones belgas son más modernos que la mentalidad de algunos funcionarios del gobierno de la ciudad de Buenos Aires que propusieron hacer un asado como broche final de su existencia.

Utilicé sus servicios durante 43 años de su centenaria vida. Esos viejos compañeros silenciosos trasladaron mis preocupaciones y mis alegrías, mis éxitos y mis fracasos, desde que recién recibido ubiqué mi hogar en ese territorio limítrofe entre Almagro y Caballito.

Transcurrían aquellos primeros años de los '70 cuando en la superficie, el horizonte de los sueños juveniles parecían estar cercanos. La línea A siempre pareció orientar mi vida.

El trabajo, la militancia, el estudio, siempre encontraron como brújula desarrollarse sobre ese túnel inaugurado en 1913 desde Plaza de Mayo a Plaza de Miserere.

Construido entre el 11 de septiembre de 1911 y diciembre de 1913, fue el primero de América Latina y en el mundo sólo fue antecedido por el de Londres (1863), Atenas (1869), Estambul (1875), Viena (1893), Budapest (1896), París (1900) y Nueva York (1904).

El primer recorrido se extendió hasta la estación Rio de Janeiro, cuatro meses después de su puesta en funcionamiento y en julio de 1914 llegó a Caballito, que desde 1923 se llama Primera Junta.

Y después llegó la parálisis. Desde 1923 hasta el 2008, no se incrementó su recorrido. Y cuando se estiró hasta Carabobo, viajar en las horas topes se convirtió en una misión que permite ejercitar la paciencia de un monje hindú.

Para ir desde Castro Barros o volver desde Sanz Peña, hay que hacerse a la idea de dejar pasar tres o cuatro formaciones y luego poder subir y comprender que las sardinas en sus latas en conserva están más cómodas que los pasajeros.

La línea A, la que enlaza la Casa Rosada con el Congreso, la que parte de la Plaza de Mayo, donde los argentinos exteriorizamos nuestros amores y broncas, y recorre los kilómetros que dejan a los pasajeros en Plaza Flores, luego del ascenso o descenso masivo por Plaza Once, con sus aproximadamente 220.000 usuarios diarios, entra en receso.  

Un recorrido que une la Pirámide de Mayo, que Pancho Ramirez usó de palenque según Felix Luna hasta donde Dolina nos convoca con sus Crónicas del Ángel Gris o flota en el aire el sonido de un poema de Baldomero Fernández Moreno.

El miércoles 9 de enero me despedí de los antiguos coches de madera. Junto a mi mujer que hace el mismo recorrido, lo hicimos también en nombre de nuestro hijo y nuestra nuera, que antes de radicarse ambos en el exterior por un post doctorado de tres años, se movilizaban como herencia familiar en la misma línea desde la estación Acoyte.

Macri inaugurará dentro de dos meses los nuevos coches comprados por el gobierno nacional, con aire acondicionado pero menores frecuencias. Confía seguramente que usar los incrementos tarifarios como variable de ajuste disminuirá la cantidad de usuarios, se notará menos la disminución de formaciones, y mejorará de esa forma la calidad del viaje de los que puedan pagarlo.

¿Cuántas veces en su vida Mauricio Macri habrá viajado en los subtes porteños? Saberlo sería una curiosidad como la que a él le despertó el interiorizarse, hace poco, que los viejos vagones belgas iban a cumplir cien años.

En este momento de la despedida, deseando que los vagones centenarios descansen en un museo o se le de un destino turístico, escapando del desguace que le prometen algunos bárbaros que posan de civilizados, me parece escuchar aquel tango que le que ganó a «Balada para un loco», en 1969, pero perdió en la consideración popular, al punto que hoy tiene el mismo destino de los vagones de madera. Se llamaba «Hasta el último tren».

«Amo los andenes de la espera,
la poesía de los rieles.
Amo los andenes
de estaciones patinadas
por el tiempo y los olvidos.
Amo los andenes de la espera,
las señales en la noche
y tus alas de viajera».