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El deseo verde

La propensión en ahorrar en dólares es un culto en los sectores argentinos medios y altos y que culturalmente atraviesa a algunas de las franjas populares. Este es un dato de la realidad que hace a una idiosincrasia forjada en largos períodos inflacionarios, en las heridas profundísimas que en la conciencia colectiva dejaron los brotes hiperinflacionarios, y en la ilusión devastadora de la convertibilidad con una paridad cambiaria que igualaba pesos con dólares.

La pesificación de la economía actualmente puesta en el tapete, era mucho más factible de acometer cuando el dólar era una variable poco relevante en las preocupaciones diarias, como sucedió en el período 2003-2008.

Un gobierno acostumbrado a los simbolismos debiera dar un ejemplo en ese aspecto y sus funcionarios, empezando por la Presidenta, desprenderse públicamente de los dólares que han declarado en sus declaraciones juradas.

Obviamente que dicho gesto es el árbol y no el bosque y no implica en si misma ninguna solución. Pero visto en perspectiva uno no se lo imagina a Belgrano encabezando el éxodo jujeño donde el pueblo abandonaba todo, llevándose lo poco que podía transportar en sus mulas, carros y caballos, mientras el creador de la bandera permaneciera conservando todas sus pertenencias.

El exabrupto de Aníbal Fernández es precisamente el ejemplo contrario, aferrándose a sus inversiones, expresando impúdicamente que de hacerlo, se sentiría un tonto.

Hay una compartimentación de las decisiones económicas al lado de la tradición kirchnerista de una fuerte concentración política. En ese aspecto y en otros, la ausencia de Néstor Kirchner marca una diferencia significativa, porque en aquella etapa, el real ministro de Economía era el ex presidente muerto.

Del diseño de este escenario emergen las miserias de las internas que dificultan o retardan la implementación de las medidas que se adoptan. La desvalorización del dólar a nivel mundial y la revalorización del real en nuestra relación comercial con Brasil, permitió sobrellevar las posibles dificultades de la pérdida de la eficacia competitiva de la gigantesca devaluación que sectores del mercado impusieron en el 2001.

El aumento significativo de los costos internos, fruto de una inflación acumulada que se alejó considerablemente de la actualización del tipo de cambio, ha llevado a argentinos obsesionados por el dólar a la convicción que su cotización se ha abaratado y que es un «producto» barato.

Las medidas tendientes a proteger el nivel de reservas son elogiables, correctas y necesarias teniendo en cuenta que Europa se derrumba en sus eslabones más débiles, como Grecia, España, Irlanda y Portugal y que la estampida sacude a Italia.

Los efectos y consecuencias de esta implosión entran dentro de la dimensión desconocida y tiñen un horizonte mundial sobre el cual, lo más prudente y elemental es estar prevenido adoptando medidas que pueden resultar ingratas en algunos aspectos restrictivos pero mucho menos costosas que asumir las consecuencias de obviarlas.

El gobierno acierta en la decisión política pero se equivoca en su implementación y en la ausencia de explicación de las mismas.

La restricción de las importaciones debe realizarse con la pericia de un cirujano y no con la torpeza de un carnicero. Ahí sí que la sintonía fina exige una meticulosidad y ejecutividad que un Estado demolido durante décadas y reconstruido parcialmente tropieza con dificultades.

Imposible no cometer arbitrariedades ante miles y miles de circunstancias diversas. Lo que se debe habilitar son canales de reconsideración rápido donde los afectados puedan encontrar soluciones perentorias.

Estamos hablando de sectores productivos que necesitan imperiosamente de insumos importados de los que dependen el nivel de actividad económica, el mantenimiento de la ocupación y por lo tanto el sostenimiento de las cifras de la recaudación impositiva.                      

Las reglas deben ser claras y públicas. No en la forma alambicada y oscura de algunas decisiones de la AFIP y del Banco Central. Se debe facilitar el ingreso de bienes de capital relevándolos de la decisión que exporten en la misma proporción de divisas que sus inversiones productivas.

A lo sumo eso es un compromiso a habilitar, en los casos posibles, en un término adecuado de años. El remolino cambiario y las dificultades originadas en la política de restricción de importaciones es fruto de la impericia y de la falta de explicaciones adecuadas; de allí la necesidad de instrumentar soluciones rápidas a las situaciones confusas o de los posibles errores en el discernimiento de miles y miles de casos de importación.

Existe una crisis internacional de final abierto, y la Argentina debe afrontar en el año en curso fuertes compromisos de amortización de la deuda externa; resulta imprescindible, pues, acotar la salida de divisas en función de prever consecuencias mucho más graves.                                                           

A las medidas de restricción de importaciones, en materia cambiaria se debería concentrar el accionar exclusivamente sobre los grandes compradores de dólares, y al igual que en corridas anteriores, bien vale inundar la plaza con una cifra importante de la moneda norteamericana destinado al mercado ilegal, pero insignificante en relación al monto de las reservas.

De actuar así, los torbellinos cambiarios hábilmente potenciados por los medios dominantes y los gurúes económicos, nunca hubieran sucedido. Tampoco el retiro de los depósitos en dólares de los bancos que era otro de los objetivos a evitar.

Algunos pocos datos aclararán lo comentado: diariamente se negocian entre 600 y 800 millones de dólares en el mercado legal. En el ilegal un 2% de esa cifra entre 12 y 16 millones. Por el otro mercado («contado con  liquid»), instrumentado con bonos argentinos en dólares que se compran en nuestro país y que se venden en el exterior, otro 2%. Si en un par de días se inyecta al mercado ilegal un importe superior a los dólares demandados, la cotización en ese mercado reducido se derrumba. Eso es lo que hizo el gobierno en casos parecidos y acotó el problema.

Además, la concentración de las empresas que demandan dólares en el mercado legal, permite un control efectivo y mucho menos urticante que el actual. Es el mismo Guillermo Moreno, el Secretario de Comercio, funcionario polifacético y presentado como la «bestia negra» del gobierno, quien proporciona datos muy ilustrativos: «El 50% del movimiento cambiario lo realizan 19 empresas. Y el 80% de las operaciones corresponden a 120 empresas» (Tiempo Argentino 2.6.12; pag 14).

En síntesis: el gobierno acierta en las medidas generales en la materia y falla en su instrumentación y explicación clara de las mismas. Eso en términos tenísticos se denomina «errores no forzados». Hay que circunscribirlos porque muchas veces las equivocaciones menos justificadas, son las que terminan llevando a perder partidos en óptimas condiciones de ganarlos.

Sin omitir, posiblemente, una actualización más intensa del tipo de cambio, siempre en forma progresiva, actuando simultáneamente sobre los fijadores de precios en cada una de las ramas de la producción oligopolizadas, para que no trasladen la devaluación y la neutralicen con un incremento potenciado de los precios,  procedimiento habitual para el mantenimiento de su tasa de ganancias.

El dólar ha pasado a ser el caballo de Troya de grupos económicos que al tiempo que quieren obtener pingues negocios con una megadevaluación, buscan en las consecuencias negativas posteriores, erosionar la base de sustentación del gobierno.                              

Sectores de clase media, por el momento ultraminoritarios, sacan sus cacerolas a la calle coincidiendo con los agropiqueteros irritados por el aumento del impuesto inmobiliario.

El rostro de los manifestantes, sus actitudes agresivas, sus expresiones de enorme violencia, exteriorizan el odio ancestral de los colonizados ideológicos que siempre son funcionales a los poderosos con relación a los cuales cumplen el penoso papel de preservativos.

Como bien sostenía Arturo Jauretche: «Los pueblos no odian; odian las minorías. Porque conquistar derechos provoca alegría, mientras que perder privilegios provoca rencor».