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Calesita


Cómo me gustaba la calesita... Aquel noble caballo que tiraba con cara resignada y años de dar vueltas y vueltas, aquella ilusión de sacar la sortija y hacerse acreedor a una vuelta gratis.


Aquella algarabía, la excitación por conseguir montar el caballito de madera blanco con montura dorada, el bote verde brillante con filetes rojos o la bella sirenita de bucles rubios y sonrisa eterna, la música de aquellos discos de 78 revoluciones que iba de "Por cuatro días locos" a "Sobre las olas".

La alegría era tan grande que uno pasaba por alto el aroma de los "regalitos" que el noble corcel otorgaba a la concurrencia.

¡Y los barquillos! ¡Qué sensación tan inefable cuando hacíamos girar la manivela para lograr algún premio!, ¡el papelito con una adivinación del futuro que nos daba la patita del loro del organillero!

¡Y después las hamacas: cuanto más alto volaban, más gozo y cosquillitas bienvenidas en nuestros estómagos infantiles!

¡Sube y baja y tobogán! ¡Qué placeres de plaza de barrio!

¿Quién me iba a decir que, de viejo, todas esas sensaciones me las iban a hacer sentir políticos y funcionarios elegidos, por mí o por otros, pero elegidos al fin?

La calesita sigue girando y, así como en la infancia la monótona y eterna repetición que vuelta tras vuelta confirmaba la reaparición del mismo caballito blanco, el mismo bote verde y la misma sexy sirenita de bucles dorados, hoy la sensación es muy diversa y llega a niveles patéticos al ver repetirse en cada giro las mismas caras (algunas muy colagenadas, lo cual redobla el horror), las mismas promesas, los mismos eslóganes y las mismas consignas.

Allí aparece otra vez el caballito blanco súperneoliberal antipopulista que relincha cantando con aires camperos que privatizar es progresar, y tras él, el bote verde de filetes rojos hablando estatalmente del Estado estatizador que cuanto más estatice mejor estatizador será.

Y para que nada falte, la sirenita de bucles dorados haciendo honor a su condición, entona cantos seductores que van de la revolución bolivariana al golpe militar, pasando por la pena de muerte o la despenalización de cuanto delito sea imaginable con una bipolaridad digna de mejor causa.

Ahí estamos los ciudadanos tratando de sacar la sortija, unos con sanas intenciones de que haya de todo para todos, otros con la siniestra intención de quedársela para sí y otros con la esperanza de que el poder de turno los beneficie con un tipo de cambio, una devaluación, una pesificación, un uno-a-uno o algún subsidio a su actividad, sea ésta noble y legal o ilícita.

El barquillero no tiene materia prima que ofrecer y el lorito adivinador es un corrupto que por alguna componenda anuncia lo que le dictan los intereses creados por los organilleros de turno.

Las hamacas son empujadas por la violencia y la miseria, el sube y baja son nuestras sensaciones de vacío, descapitalización y repentinos optimismos engañadores, y el tobogán es donde nos empujan las sucesivas decepciones.

Si fuera uno solo el enemigo, como muchos simplificadores nos quieren hacer creer, sería muy fácil limpiar la plaza del barrio y volver a la plácida sensación infantil. Pero no, no es así de sencillo.

En su girar, la calesita nos marea no sólo a nosotros, los que miramos, sino también a ellos, los que montan el caballito, el bote o la sirena, y vuelta a vuelta se unen, se separan, se pelean y caen de sus lugares para reagruparse desordenadamente en un alegre y confuso montón.

Los "regalitos" del noble equino que arrastra tanto teje y maneje son cada vez más insoportables y se acumulan vuelta tras vuelta, ballottage tras ballottage.

A veces, allá en la infancia, pasaba que el calesitero cambiaba un caballito, suplía el bote con una carroza y trocaba la sirena por un dragón, y uno se ilusionaba, pero básicamente era la misma vuelta de siempre.

Yo todavía, a los setenta, espero la sortija. No sé, un cambio de musiquita, un calesitero que me vuelva a ilusionar. De esperanza se vive y es lo último que se pierde.