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Argentina - El emporio de la puteada

La invitación pública de Diego Maradona a sus detractores para que practiquen con el ídolo el sexo oral terminó, más allá de sus connotaciones psicoanalíticas, convirtiéndose en el árbol que tapó el bosque del malentendido.
 


Una parte de la sociedad se escandalizó como si fuera un episodio excepcional, una imagen fuera de foco de un ambiente flemático.

Mientras una amplia comitiva de escritores acompañaba en Fráncfort la presentación de Argentina como "invitada de honor" de la Feria del Libro de 2010, lingüistas y especialistas en la comunicación señalaban en Buenos Aires que el estilo de hablar maradoniano se estaba expandiendo peligrosamente por diversos estratos de la sociedad.

Pocos días antes de que el Diego pidiera que se la "mamaran", el senador del peronismo disidente, el expiloto de F-1 Carlos Reutemann, había ganado las portadas de los diarios con declaraciones sobre su futuro como aspirante a la presidencia: "Que se metan la candidatura en el medio del culo".

Al mismo tiempo, una jueza de la ciudad de Buenos Aires, Rosa Elsa Parrilli, era filmada por las cámaras de una oficina de tránsito mientras insultaba a dos empleadas y les exigía que le devolvieran su auto secuestrado por haber sido mal estacionado. "Son todas morochas, ni una rubia contratan", fue lo más amable que les dijo.

Martín Menéndez, doctor en Lingüística y también docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) advierte de que "está tan naturalizada la agresividad que en cualquier hecho intercambiamos palabras violentas". La crispación se detecta en los momentos más elementales de lo cotidiano. "¿Quién le pide amablemente un café al camarero?", se pregunta.

La palabra como arma

Para María Elena Qués, una especialista en Discurso Político de la UBA, lo que está ocurriendo con la palabra no es un hecho casual. "El lenguaje se convirtió en el arma que dispara el conflicto". Los ejemplos recientes abundan. Luis Juez, un popular político de la provincia de Córdoba, dirigió a un excompañero términos poco usuales. Cuando quisieron saber por tan súbita dureza respondió: "He sido suave".

El dirigente agropecuario Alfredo de Angelis, uno de los líderes campesinos, calificó al expresidente Néstor Kirchner de "pelotudo" por considerar desestabilizadores los bloqueos de carreteras.

Fue precisamente en medio de ese conflicto cuando el insulto se convirtió en el lugar común de la disputa por la renta agraria. En los piquetes y las marchas opositoras, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner era llamada "yegua" y "puta" por los grupos más exasperados.

"¿De dónde nace esta tendencia a adjetivar con tanta virulencia a la presidenta?", preguntó la escritora Mori Ponsowy, que añadía: "¿Será, simplemente, que ella misma lo provoca con su estilo autoritario y de confrontación?".

"Función liberadora"

En Argentina hay palabras cuyo sentido cambia según el contexto del diálogo. "Piedra", por ejemplo, puede ser un agravio (una persona que trae mala suerte, portadora de fatalidades). En cambio, "boludo" ya tiene un uso coloquial, casi equivalente al "che".

El vasto repertorio de expresiones y modismos ha sido recopilado en "Puto el que lee", diccionario de insultos argentinos, un libro editado por "Barcelona", la más corrosiva de las revistas políticas de Argentina. Para sus autores, el insulto tiene una "función liberadora" de tensiones y resulta indispensable a la hora de saldar conflictos. En sus cientos de páginas, cada improperio, omitido en todos los libros de la Academia Argentina de Letras, encuentra su definición, explicación y uso.

El lugar del insulto en el habla diaria es, sin embargo, algo más que una válvula de escape emocional y una suerte de "lengua franca" televisiva. Se escucha con fuerza en momentos de creciente deserción escolar. El abandono alcanza a la mitad de los alumnos de la escuela secundaria.

La palabra no solo se devalúa en momentos de extrema exaltación. Es el mismo país donde no dejan de surgir nuevos referentes de la literatura hispanoramericana y donde un presidente constitucional, Carlos Menem, recomendaba las inexistentes novelas de Jorge Luis Borges.