Imprimir

Un día malo lo tiene cualquiera


¿Cuántas veces en diez años pueden descomponerse los cuatro ascensores simultáneamente en un edificio con razonable mantenimiento? Seguramente un estadístico lo resolvería mejor que yo, que arriesgo decir: poquísimas. Bueno, a mí me tocó.


Me dirigía a casa de mi padre. Vive en un piso veinte.

En 1992, en su habitual discurso televisado por Navidad, la reina de Inglaterra dijo en latín, annus horribilis. Tenía que ver con la separación de sus hijos, Carlos y Andrés, de sus respectivas mujeres, unida al incendio que afectó a buena parte del castillo de Windsor.

Ni yo ni el encargado del edificio dijimos eso. Tampoco dijo: Vaya día ¿no cree usted? Como veía que se aproximaba mi pregunta un tanto condenatoria se anticipó y mirándome sentenció de modo contenido: "Día malo". Mi padre me llamaba por el celular desde el piso veinte a la planta baja. Yo gesticulaba con la baguette que le llevaba de regalo y juro que sin querer golpeé con el pan en el ojo al encargado que, afortunadamente, no quedó ciego.

Me refiero a pequeñas desgracias de la vida cotidiana. No a los grandes temas que preocuparon a la humanidad: muerte, enfermedad, desamor. O robo, hurto y secuestro.

No es que el mundo deba indemnizarnos por un día malo, pero si además borraste en la computadora tu próximo libro, el taxista no tenía cambio y había una fila de personas pugnando por arrancarte del asiento, ya que llovía fuerte, y te abandonó en plena limpieza general la persona que te ayuda en la recuperación de tu hogar ¿Qué queda?

Tampoco ayuda pensar que la cantante Cher la pasó peor la tarde que su hija le anunció que cambiaría de sexo y mucho menos el día que la vio convertida en hombrecito y que más se perdió en la guerra. Por favor, pensar esto último es tristísimo, además de ser el paradigma del lugar común.

Después de todo, somos gente grande y medianamente normal, con picos de alta y menos alta salud mental.

Si una no es devota del "ommm" y se ha criado en el psicoanálisis, también se puede y hasta de deben pensar y decir cosas irreproducibles, que más corresponden a un modo espontaneísta que a otra cosa, en virtud de lo cual me abstengo de transcribirlas. Cada cual encontrará su propio menú. El mío reproduce como un mantra una frase única que incluye la palabra "lora". Ayuda los primeros cuatro minutos del percance.

Otra posibilidad la constituye echarle la culpa a alguien. Repito: por más que una se haya criado en el psicoanálisis lacaniano. Tomando un ejemplo antes citado: "No hubiese borrado mi próximo libro a editarse de la computadora si él me hubiese llamado e invitado a comer o al menos a tomar algo en lugar de hacerse el ocupado en múltiples proyectos y emprendimientos. Simplemente no hubiese prendido la computadora".

Por lo tanto: él tiene la culpa. Ayuda en los siguientes sesenta y dos minutos.

En los primeros sesenta y seis minutos de desencadenados el vendaval de infortunios, porque siempre vienen de a muchos, en cadena, ya encontramos algún modo de aplacar nuestra ira. En ese tiempo nuestra furia bajará considerablemente. Es como el deseo irrefrenable de comer torta de chocolate o fumar un cigarrillo. Una vez que lo atravesás, cesa. Podés centrarte en algo así como: "Si ella pudo lucir ese vestido talle 38, gorda como era, yo voy a poder, voy a poder, voy a poder".

Desangelada como estás, podés llamar a una amiga inteligente. De ésas que no te van a decir: dejé la leche en el fuego o a vos siempre te suceden cosas raras, catastróficas. Sino que sabiamente te hará creer que escucha el recitado de tus desencuentros con la vida. Sabiamente, vos se lo agradecerás, aún sabiendo que poca gente tiene paciencia para oír los desatinos ajenos. No importa, vos seguí. Algún día ella necesitará que le pagues con la misma moneda y vos lo harás, ya que sos portadora de una nobleza que obliga.

Por último, con tu analista hablarás del modo en que cada uno tramita el encuentro con el azar, con lo imponderable, con lo nunca esperado. Pero eso ya es otro cantar: privado.

A ojo de experiencia empírica, poco apegada a la estadística fina, digo que siempre después de un día malo acontece uno mejor.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 15.11.09

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.