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El gato que hablaba idish

Quiero comer- dijo el gato. Levanté la vista, distraído por la lectura del periódico, y lo miré. Negro, grande, botitas blancas en las patas traseras, cola gruesa y larga, otra mancha que le divide el rostro en mitades armoniosas. Rocé con un dedo sus largos bigotes, también blancos.  

Tranquilo, kétzele. Debo estar alucinando. Tenés un "miau" muy variado, eso es.

Volví a desplegar el periódico y entonces él insistió:

-Sí, hablo. Todos los gatos hablamos, pero sólo con quienes nos cuidan. Y tengo hambre. Dame de comer.

Carraspée, me froté los ojos, pensé. Inútil. El Nero seguía allí, ronroneando su impaciencia en sílabas castellanas.

Mi kétzele es, a la vez, tierno y patotero. Yo lo quiero, en especial, por esa manera de ofrecer afecto de a ratos, pero necesitarlo siempre él. Mimoso. En casa se comporta como un dictador: tiene caprichos, es prepotente, corre y amenaza a los otros dos gatos, más pequeños, que conviven con nosotros. Empuja, rasguña, matonea en base a su mayor tamaño.

Pero, saliendo a la calle, se transforma. Temeroso del tráfico de autos y personas, difícil que se aleje más de algunos metros de nuestra vereda. Sus ojos van y vienen, inquietos. Al menor ruido, corre de vuelta a su escondite. Se vuelve dulce y zalamero para que lo dejemos entrar al hábitat de su reinado, donde cree dirigir nuestra vida cotidiana. Ese es mi gato negriblanco.

En realidad, hay más. La historia del kétzele es la de una doble frustración. De él y mía.

Sus miedos pueden explicarse porque lo abandonaron frente a nuestra casa, una madrugada, junto a una gatita parecida a él, ambos en una caja de cartón y temblando en el umbral. Ya teníamos otros dos gatos (Koshko y Tessina) pero, movidos por la compasión -y porque nos gustan estos animales- les permitimos pasar.

Al poco tiempo, vimos que era demasiado para nosotros. Regalamos la hembra a los familiares de un vecino y, como con los otros en su momento, al año de edad castramos al Nero (ese fue su primer nombre) para que no escapara por las noches ni llenara la casa de cachorros.

Además, quisimos prevenir su salud: este es un barrio muy duro. Hay patotas humanas, pero también gatunas. Las pocas veces que Koshko o Tessina intentaron dar una vuelta, volvieron rasguñados y sangrando, resultado de peleas callejeras para las que no estaban preparados.

Bien: ese fue el terrible error que podría haber asegurado mi vejez. Una vez llevo al Nero a un veterinario céntrico y dice:

-¡Qué buen animal! Este es un raro tipo de "gato persa". Hay pocos en el mundo y son muy buscados. ¡Y usted lo ha castrado! ¡Qué pena! Cada cría se vende a 250 dólares en el mercado.

Pensé que bromeaba, pero... ¡era verdad! Tuve un casal de gatos persas y ¿qué hice? ¡Regalé a la hembra y castré al macho! ¡Derroché la fortuna que el destino había puesto en mis manos!

Y, ahora, este kétzele habla.

En los días que siguieron, averigüé que muchas personas conversan con sus gatos. Lo mío, al parecer, no es tan novedoso. Sucede que estas cuestiones no se comentan con ajenos, un poco por pudor y otro por miedo a quebrar el encantamiento que produce este trasvasamiento linguístico. Qué sé yo.

Tampoco hay que exagerar. Las diálogos se limitan a la convivencia cotidiana: estado del tiempo, temperatura de los alimentos, novedades del barrio (él es un observador privilegiado, nocturno y de altura, de ciertos sucesos que ocurren en las inmediaciones). Y no mucho más.

Una mañana, enojado porque había volcado el desayuno por culpa de su glotonería, le recriminé sus limitaciones de conversación.

-Me han dicho que otros gatos son interlocutores más entretenidos- dije, vengativo.

-Puede ser. Pero los otros no saben hablar idish. Y yo soy bilingüe.

Creí se estaba burlando, pero no. De su boca comenzaron a salir frases y melodías de tono inconfundible. Me remitieron a mis días de niñez, las conversaciones entre los abuelos, esas consonantes metidas entre los dientes y la garganta que nunca aprendí a imitar, aunque reconocía su musicalidad. Inglés, francés, hasta hebreo pude estudiar. Pero idish, en el que hablaban mis mayores para que yo no pudiera entenderlos... no.

-Es verdad- tuve que admitir.

Lo comenté con mis amigos. Todos quisieron venir a escuchar, pero el Nero movió desdeñosamente su cabeza.

-Está muy mal, kétzele- protesté, enojado.- Sos mío y quiero lucirme contigo. Soy el único ser humano que posee un gato que habla en idish. Qué, ¿no puedo mostrarte ahora?

-Eso es pura vanidad- respondió, desdeñoso. Y me dio la espalda.

Pero algo debe haber pensado. Porque al otro día, después de almorzar el arroz que cociné pacientemente para él, dijo:

-Te propongo algo. Se acerca Pésaj, la fiesta de liberación de los judíos de Egipto. La primera noche, en la sinagoga, vas a reunir a tus conocidos. Yo explicaré, en idish, el séder (orden) de la celebración. Los niños podrán hacerme las fir cashes, las cuatro preguntas, y conduciré la ceremonia hasta el final. Así entenderán que cada generación debe buscar su propia libertad.

¡Así que mi gato se había vuelto filósofo! Acepté. En las horas siguientes toda la comunidad del pequeño pueblo -viejos y jóvenes, hombres y mujeres- atiborró el templo. Conjeturaban sobre gracia divina, venida mesiánica, simbología cabalística. Los murmullos iban y venían por el recinto. Un grupo de viejitos practicaban el idish, que no hablaban hacía mucho. El Nero se relamía los bigotes, impasible.

Yo me ubiqué junto al estrado y, con la aparición de la primera estrella, puntualmente, el gato blanquinegro que no podía tener hijos (por mi culpa) ascendió los breves escalones. Miró a los reunidos, ronroneó y dijo, en tono muy audible para todos:

-Queridos hermanos, shalom.

Muchos contestaron. Otros, emitieron gemidos de admiración. Era cierto. El gato estaba allí y hablaba. Y decían que sabía idish.

Consciente de la expectativa, mi kétzele solicitó silencio. Y entonces dijo lo que nunca pude imaginar.-Esta noche voy a dirigir la ceremonia de Pésaj y dialogaré con ustedes. En idish. Pero con una condición.

El silencio se hizo gélido. Tras estudiada pausa, el Nero continuó:

-La mayoría de ustedes no comprende el idish. Por lo tanto: yo hablaré en ese idioma, pero el joven que vive conmigo- una pata me apuntó- deberá ir traduciendo lo que digo. Sólo de esta manera seguiremos adelante.

Y así está la situación: de la boca del gato comienzan a salir palabras. Melodiosas, dulces, con pronunciación oriental-europea. Relata la salida de Egipto y la condición en la que vivían los judíos bajo el Faraón, una opresión que clamaba por la venida de un liberador. Está terminando su primer largo párrafo y los ojos de los concurrentes, asombrados y ansiosos, contemplan su boca y mi figura, alternativamente.

Yo estoy profundamente concentrado. Me ayuda conocer la historia que narra pero, con tremendo esfuerzo, trato de recuperar palabras olvidadas, la textura de las frases, la cadencia del relato. Descifro signos aislados, gotitas de idish dispersas por mi memoria, pero no puedo armonizar ambos circuitos. No llegaré a traducirlo y, entonces, el gato callará.

En ese momento me despierto.

De modo que la cuestión es así: el gato espera, yo no logro recordar todo, la gente mira anhelante y las brumas del mundo onírico se mezclan con mi dudosa vigilia.

¿Y ahora qué hago?

Sentado en la cama, todavía acunado por esa melodía entrañable y por lo sugerente de la situación, comprendo que mi inconsciente -tan sabio como nunca- ha pateado hacia la vida real esta historia, incapaz de resolverla en sueños sin transformarse en pesadilla.

"Ahora te corresponde encontrar un final para esto", parece decirme.

Tiene razón.