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Las cosas se pierden -solas- por más ordenada que seas

Las cosas se pierden solas por más ordenado que seas. No hablo de la juventud, el amor o el dinero que invertiste en la bolsa, especialmente el último tiempo. Hablo de lapiceras, el pincel delineador de ojos, gomas de borrar, tarjetas de presentación, hebillas para el pelo y en general, todo objeto imprescindible para realizar una función determinada.

¿De qué me sirve un lingote de oro, o diez, si lo que tengo que hacer es abrochar dos papeles para presentar ante la DGI, que está por cerrar?

Las cosas se evaporan, se abducen, desaparecen, no sé ni me importa; pero cuando las necesitás no están. Para encontrarlas, deberías olvidarte de ellas y recuperar la paciencia. Si alguien me enseña cómo se hace, bebo su sangre; la mía en ese momento hierve. Cuando las buscás, seguramente encontrarás otras, que ni sabías que habían desaparecido.

A no ser que te dediques a vigilarlas, en cuyo caso habrás perdido además de lo buscado tu vida, o circules con todo lo necesario colgado del cuello -como un árbol de navidad-, en cuyo caso también habrás perdido tu vida. Ya no podrás salir a la calle, ponerte un tapado ni tener vida social. La vida sexual la perdiste cuando hiciste lo propio con tu paciencia.

El pañuelo de seda

Hace unos días estrené un pañuelo de seda, que no anudé sino que coloqué sobre mis hombros. Este noble material, descrito por Alejandro Barrico en su libro "Seda", que tampoco encuentro en mi biblioteca, se desliza fácilmente. El estreno me duró dos, tres cuadras. No sé. Cuando lo advertí, pensé en todo lo malo que pudo haberme sucedido de haber participado de la Guerras Púnicas, en lo que se perdió en la Guerra Ruso-Japonesa y el dinero que gastás cuando se rompe el lavarropas. Igual me dolió. El mal de muchos me sirve de consuelo un rato. Después me olvido, y pienso que es altamente probable que lo que venga, sea peor.

Cuando me acontecen estas pequeñas vicisitudes, elijo creer en la ley de las compensaciones. Ya que también, debo decir, hay cosas que aparecen en mi casa, pero no son mías. Encontré recientemente un echarpe negro, grueso, de excelente calidad, que jamás compré. Era el que me iba a poner justo antes de elegir el pañuelo perdido.

Herencias inesperadas

Otro ejemplo. Mi padre encontró en su casa un digno saco negro tipo sastre, que va bien con el echarpe. Convencido de que era mío, por el talle, me dijo: -"Llevátelo, hace meses que está aquí".

"Gracias". Sorprendidísima, le pregunté cuándo lo compró.

"No lo compré yo, ¿no es tuyo?"

"¿Mío? Me queda bien, pero no es mío. ¡Jamás compraría un saco con esos botones!

El tema con estas herencias es que no podés usarlas, sólo ocupan espacio. ¿Y si son de alguien que, obviamente desconozco, y me grita: "¡devolveme ladrona lo que llevás puesto!"? No queda bien contestar "¿Cómo sé que es tuyo?".

La misma semana encontré un diario en un taxi. No lo quise ni tocar. Al rato lo acerqué y vi que se trataba de un suplemento cultural que me faltaba leer. Le pregunté al taxista si era de él. Contestó que no lee "esas cosas" y que seguro era del pasajero que bajó antes de que yo subiera. "Lléveselo, si quiere". De verdad pensé que era una retribución del azar que me merecía, por no contar ya con mi pañuelo en el placard.

Inmediatamente pensé, para pacificarme, que alguien se deshizo de ese suplemento, como otros lo hacen de la sección deportes o inmobiliaria. Al día siguiente encontré, casualmente, dicho suplemento en mi casa y tuve tiempo de leerlo. Cuando llegué a la última página y vi que habían subrayado párrafos y anotaciones me dije: "¡Pobre!" Le pasó lo mismo que a mí con el pañuelo y me puse a escribir, no sin antes recordar a Heidegger cuando habla del "Es Gibs"; "Se Da". Si "se da" la mala onda de perder una cosa -Ente- es poco lo que el Ser puede hacer. No es que el filósofo se haya dedicado a teorizar sobre "objetos perdidos y encontrados", pero de alguna manera, los humanos nunca dejamos de hablar literal o metafóricamente de esto.

Fuente: Diario El Dia de La Plata; Revista Domingo; 23.5.10
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