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Argentina cumple 200 años y, desde el pasado sábado, millones de personas participan de grandes y multitudinarias celebraciones. Hace un siglo éramos la octava potencia del mundo; hoy hemos retrocedido hasta el puesto 57°.


Bajo un cielo lluviozo, como aquel del 25 de Mayo de 1810 en el que se inició el proceso de emancipación, los argentinos salimos a las calles a abrazarnos a la espera de un futuro mejor.

Sin embargo, en la superficie del presente, lo que florece es la división. Y a lo lejos se divisa un horizonte de mayores enfrentamientos políticos.

Mientras Cristina Fernández de Kirchner se muestra orgullosa de ser la "la presidenta del Bicentenario", que tiene en la imponente avenida 9 de Julio su principal centro de encuentro, la oposición ha decidido dar la espalda a las celebraciones, a las que les ha asignado un nombre propio y despectivo: "Vicente Nario".

La 9 de Julio se ha convertido en el gran parque temático de lo que Argentina ha sido y sueña ser. Por ella desfilan los militares por primera vez desde que recupamos la democracia, en 1983. La misma avenida en la que el Estado rinde hoy homenaje a las abuelas y madres de los desaparecidos durante la última dictadura.

Las celebraciones de 1910 encontraron a Argentina ocupando el octavo lugar de potencia en el mundo. Los beneficios de la renta agraria habían confeccionado un país pujante, pero para pocos.

Un siglo más tarde, hemos llegado al puesto 57. El kirchnerismo se presenta como el refundador del país y aspira a seguir gobernándolo después del 2011.

En 1910, las calles de Buenos Aires eran una verdadera torre de Babel. Un 30% de los habitantes eran extranjeros. Las sucesivas crisis que atravesó el país, y que tienen como claro punto de inflexión el golpe de Estado de 1930 contra el entonces presidente electo Hipólito Yrigoyen, invirtieron la tendencia. El país fue expulsando a los hijos y nietos de aquellos emprendedores.

La historia argentina es, también, la de sus fracturas. Se está a favor o en contra de Rosas o de Sarmiento. Se habla de la "Patagonia rebelde", la "Semana trágica" y la "Década infame". Hubo un tiempo en el que los nombres de Juan Domingo Perón y Evita no podían ser pronunciados; así lo estableció el decreto de la "Revolución Libertadora" que derrocó al mandatario en 1955.

Luego se mató y murió en nombre del peronismo. Hubo, en 1966, una dictadura que hizo del catolicismo confesional su bandera. Y otra, en 1976, que superó en crueldad y destrucción a los seis golpes precedentes.

En 2001, como consecuencia del menemismo, la economía tocó fondo. La debacle provocó, además del deterioro social, una corriente en contra de los dirigentes políticos que se resumió en la consigna "que se vayan todos".

Con todo, este rechazo no ha erosionado la valoración de la democracia; un 90% de los ciudadanos creen que es el mejor sistema para alcanzar las metas de equidad que suelen quedarse en el plano de las consignas electorales.

La era de los Kirchner nos permitió volver a despegar económicamente. El enfrentamiento del gobierno con los productores agropecuarios que se negaron a pagar más impuestos a la renta extraordinaria desnudó la fragilidad de los consensos y también la matriz productiva: como hace un siglo, seguimos esencialmente dependiendo del campo.

Ahora no se trata de vacas y trigo sino de soja.

El único instante de festiva unidad tiene que ver, a estas horas, con el fútbol. No deja de ser una casualidad que Diego Maradona sea considerado la figura más representativa del país. Una encuesta da cuenta de que un 23% de los argentinos se ven reflejados en sus contradicciones, su inspiración y su incapacidad de aprendizaje de los errores.

En el Bicentenario, los argentinos nos sentimos más argentinos, entre otras cosas porque la selección puede regresar de Suráfrica siendo campeona del mundo.

Esa es una de nuestras identidades inquebrantables: el momento en el que los odios se atenúan y se abrazan para gritar un gol - de Messi, Milito o Higuaín -  hasta los seres más irreconciliables.