Cannot get Tel Aviv location id in module mod_sp_weather. Please also make sure that you have inserted city name.

A no me lo contaron

A mí no me lo contaron. Yo lo vi. Vi a los jóvenes con los ojos llorosos. Vi a familias con chicos haciendo colas de más de treinta cuadras que surcaban la geografía del microcentro como una víbora interminable.



A mí no me lo contaron. En ese universo abigarrado no había el desprecio que los bien comidos tienen de las concentraciones populares. No había panchos ni coca. Había dolor. Ojos llorosos. Lágrimas que no se alquilan ni se negocian. Todo bajo un sol fuerte de primavera camino al verano.

A mí no me lo contaron. Vi gente muy bien vestida y gente humilde. Vi viejos, mujeres grandes y gente en sillas de ruedas. Vi la necesidad de rendir un homenaje a alguien en quien creyeron o a quien terminaron queriendo. Vi la necesidad de rodear a Cristina para que siga adelante. Vi la Argentina ocultada por los medios. Volví a recordar aquella frase memorable de Raúl Scalabrini Ortiz: “Es el subsuelo de la patria sublevada.”  Vi a gente humilde, esa que exterioriza su pobreza en la ausencia de piezas dentales o en la inexistencia de anteojos y recordé las palabras del padre Eduardo De la Serna que dijo: “Los pobres están de luto”.

A mí no me lo contaron. Vi la alegría de continuar la lucha en medio de la tristeza. Observé  en reiterados carteles dos frases que sintetizan el espíritu de la presencia multitudinaria: “Néstor con Perón. El pueblo con Cristina”. Vi a muchos que retornaron al país después de ser corridos por la crisis del 2001.

A mí no me lo contaron. Yo los vi. Una presencia juvenil predominante. Muchachos que se enamoran de la política, el instrumento fundamental para cambiar las sociedades. Vi las columnas de los sindicatos con predominio de los camioneros. Vi militantes.

A mí no me lo contaron. Como cuando murió Perón. Yo los vi. Un dolor infinito. Una incertidumbre gigantesca. Situaciones distintas pero enlazadas por un mar de lágrimas. Un puente de gratitud en el momento de la muerte, como una boca de urna anticipando el escrutinio que en estos casos es el veredicto histórico.

El analista político debe desmenuzar el presente con la perspectiva histórica. Si no lo hace así, queda preso de las anécdotas y del microclima.

Este 28 de octubre lo que sucedió en la Plaza no me lo contaron. Yo lo vi. Tengo en la retina del disco rígido cerebral imágenes que me confirman que cuando uno apoya críticamente procesos de cambio no se equivoca. Aunque esos procesos vengan mezclados con los lodos y las impurezas de la vida. Con contradicciones y suciedades. Siempre que uno ponga sus ideas en consonancia con los sectores populares, conocerá mucho más derrotas que victorias. Pero siempre tendrá la satisfacción y alegría de haber luchado; y como decía John William Cook: “Sólo ganan batallas los que están en ellas”. Frase que se entronca con aquella de “La única batalla que se pierde es la que se abandona” de las Madres de Plaza de Mayo, que también las vi desoladas pero combativas como siempre.

A mí no me lo contaron. Yo estuve allí. Con los ojos nublados por las lágrimas. Viendo al pueblo hacer siete horas o más de cola para darle un adiós a ese flaco que prometió no dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. El que en el primer discurso dijo: “Vengo a proponerles un sueño”. El que afirmó que los sectores económicos estaban acostumbrados a tener al presidente como gerente. El que puso su salud, en una actitud suicida, al servicio de cumplir con esos  objetivos. Su vida se consumió antes que se cumplieran muchos de ellos. Por eso, por lo que hizo, el pueblo hizo cola para pasar ante su féretro.

A mí no me lo contaron. Yo estuve ahí. Viernes 29 de octubre. La 9 de  Julio y Córdoba. 12 horas. La lluvia cae incesantemente. Es la misma escenografía inclemente de aquellos días del julio invernal de 1974 cuando el cortejo fúnebre de Perón avanzaba por la avenida Callao. Estoy rodeado de jóvenes. A dos pasos de distancia Julio Piumato, el dirigente de los judiciales, mojándose como todos. Hay cánticos contra Cobos, se entona la  marcha peronista, se espera ansiosamente el paso de la caravana fúnebre.

A mí no me lo contaron. Yo estuve ahí. Y vi entre tantas exteriorizaciones de dolor a un joven morocho de alrededor de 25 años, con el rostro demudado y por sobre cuyos hombros una piba rubia de la misma edad  sacaba fotografías. Parecía una postal de la unión tan deseada y siempre postergada de la clase obrera y la clase media. Cuando pasó el cortejo ese rostro moreno se convirtió en un alarido que gritaba: “Gracias Néstor”.

No me lo contaron. Yo lo vi. Una multitud que agradecía la parte del sueño cumplido y la esperanza de ir por el resto. El increíble recorrido de pasar del trueque, de la multiplicidad de monedas, de la propuesta de dolarización y de banca off-shore, de las esperas de mucha gente para comer de las basuras de los restaurantes, de la iniciativa que la administración del país quedara a cargo de  un comité de expertos extranjeros, de las noches pobladas por un ejército de cartoneros, del 54% de pobres e indigentes, de los ahorristas puteando a los bancos, esas catedrales del neoliberalismo que los habían estafado, a discutir la participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas. Cuando Ezeiza era sólo una salida y no como ahora una entrada a un país que se recupera. Con mucha gente agradeciendo que le hayan tirado un bote para ser recogidos del mar de indignidad de los noventa y el naufragio del 2001. Aferrados a una esperanza y no huyendo de una decepción.

Lo escribió el rabino Daniel Goldman: “Y a mí que no me la cuenten, ya que el inicio del siglo me sorprendió dirigiendo el comedor popular de mi congregación en el que no dábamos abasto”. Y luego continúa citando al padre Eduardo de la Serna: “No hay mejor termómetro que su trabajo en la villa. Salir del hambre cotidiano, ver que los pibes desayunen leche todas las mañanas y que vayan a la escuela, redignifica la identidad que se entrama en la trilogía de memoria, verdad y justicia, la cual indefectiblemente otorga esperanza al futuro y despierta una nueva dimensión en la joven generación, a la que no le empieza a pasar la política por el costado".

O como bien dice el periodista y escritor Jorge Fernández Díaz en una nota inusual en La Nación: “Los más pobres, que son tradicionalmente peronistas, llegaron del conurbano bonaerense y de las barriadas más humildes de la Capital para abrazar el fantasma de quien más les había dado. El crac de 2001 puso a esas clases pauperizadas al borde de la inanición y la sola comparación del antes y el después explica la valoración que existía sobre el presidente del Partido Justicialista... El 80% de los hombres que habitan las villas miseria son honestos albañiles bendecidos por el boom de la construcción y la obra pública. Los encuestadores dicen que, en todo este grupo, la imagen positiva de los Kirchner crece un 20% por encima de la media. No hay prácticamente ningún otro grupo político que trabaje en esas clases sociales. El peronismo está solo militando en el barro, mientras el resto de los partidos duerme el confortable sueño de la clase media".

Y aunque parezca de ciencia-ficción, desde el diario Clarín Julio Blanck, uno de los columnistas que más lo castigó al Kirchner vivo, escribió cuando estuvo muerto: “Néstor Kirchner fue un buen presidente que debió atravesar un tiempo saturado de peligros” (Clarín 28.10.10, pag. 11).

Beatriz Sarlo, la más inteligente intelectual del establishment, escribió una nota digna de su talento, lamentablemente muchas veces enterrado en las necesidades de los medios hegemónicos en los que escribe. Ahí se puede leer: “Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco, en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando; era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.  A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años setenta (al principio agregó "no de sus errores")… Su gesto inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía, como si ese contacto físico provocara una transferencia… Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales, porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos miserables".

La pregunta que cabe es: Beatriz ¿Había que esperar a que muera para hacer este reconocimiento? ¿Cuántas veces habrás escuchado la canción de Serrat “No esperes”? Te la recuerdo: “No esperes que un hombre muera / para saber que todo corre peligro, / ni a que te cuenten los libros / lo que están tramando ahí fuera. / No esperes de ningún modo / que se dignen consentir / tu acceso al porvenir / los que hoy arrasan con todo”. Lo que “se está tramando ahí afuera y los que hoy arrasan con todo” son, entre otros, los medios hegemónicos que recogen tus notas.

Hay infinidad de hipotecas pendientes de levantar. De esas consumadas en los años de demolición y remate. Esa es la parte de la pesadilla que falta transformar en un sueño cumplido. Tal vez por eso, el pueblo bajo la lluvia cantaba: “Che gorila, che gorila / no te lo decimos más / si la tocan a Cristina / que quilombo se va a armar.

No me lo contaron. Yo lo vi. Estuve ahí.

Cuando el cortejo se perdió en el horizonte en busca del Aeroparque, la multitud recogió su dolor y empezó a desconcentrarse, en el silencio del que surgió; sobre el Obelisco muchos alcanzamos a ver una imagen alta y delgada, de nariz prominente, ojos saltones, saco cruzado desabrochado, los clásicos mocasines, una birome en la mano y con su particular seseo nos decía, después de aclarar que el texto que quería dejarnos era de un compañero desaparecido llamado Joaquín Enrique Areta:

“Quisiera que me recuerden/sin llorar, ni lamentarme; quisiera que me recuerden por haber hecho caminos, por haber marcado un rumbo, porque emocioné su alma, porque se sintieron queridos, protegidos y ayudados. Porque nunca los dejé solos, porque interpreté sus ansias, porque canalicé su amor.
Quisiera que me recuerden junto a la risa de los felices, la seguridad de los justos, el sufrimiento de los humildes.
Quisiera que me recuerdencon piedad por mis errores, con comprensión por mis debilidades, con cariño por mis virtudes.
Si no es así prefiero el olvido. Que será el más duro castigo por no cumplir mi deber de hombre”.