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La larga marcha


Las mujeres, como dicen los chinos, buscan la mitad del cielo. Cuando lo consigan, la otra mitad será liberada de la maldición del opresor, que paradojalmente, la mayoría de las veces padece a su vez relaciones de opresión.


La larga marcha empieza en el relato bíblico. El hombre y la mujer fueron expulsados del Paraíso, condenando al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente, y a la mujer a parir con dolor.

La sentencia divina parece tamizada por las miserias humanas, como si Dios hubiera sido concebido a imagen de las limitaciones terrenas. En el destierro, la mujer fue reducida a un papel subordinado al hombre y privada de todos sus derechos.

Durante siglos, la desigualdad social fue considerada una desigualdad natural. Desposeída del manejo de los bienes, equiparada a una incapaz, imposibilitada de acceder a la educación, carente de derechos civiles, castrada sexualmente, hasta llegó a ser objeto de una polémica religiosa sobre si poseía alma.

Desde el fondo de los tiempos, y partiendo de condiciones tan desfavorables, hubo mujeres que se irguieron sobre sus limitaciones y la de su época, y emprendieron una batalla homérica que ha concluido con la incorporación de la mayoría de las banderas feministas a la lógica social.

Elevándose, fueron incorporando a millones de mujeres a la mesa de la igualdad. Desde Juana de Arco a Juana Azurduy, desde Manuela Sáenz, la guerrera amante de Simón Bolívar, a Mariquita Sánchez, desde las sufragistas de principio del siglo XX a Simone de Beauvoir, desde Alicia Moreau a Eva Perón, desde Golda Meir a Azucena Villaflor, desde Madame Curie a Rosa Luxemburgo, desde Ada Morales a Mónica Carranza, desde Margarita Barrientos a Hebe de Bonafini, desde Julieta Lanteri a Nora Cortiñas, desde Estela Barnes de Carlotto a Lucy de Cornellis, desde las madres del dolor o las de Cromañón a las madres de las víctimas del gatillo fácil, desde Camila a Indira Ghandi, desde Margarita Yourcenar a Alfonsina Storni, desde Sor Juana Inés de la Cruz a Marta Pelloni, desde Laura Ginsberg y Diana Malamud a Eva Giberti, desde Clara Zetkin a Flora Tristán, desde Azucena Villaflor a Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, desde la Delfina a Margarita Weild, desde Silvia Bleichmar a Cristina Fernández, desde la madres de Plaza de Mayo a las Abuelas de la Plaza histórica.

Algunos referentes, entre miles, que hicieron posible el derecho al voto, el acceso a la producción, el aporte a la literatura y a la ciencia, a la política y a la revolución.

Las que enfrentaron al poder omnipotente, las que perforaron regímenes feudales, las que impidieron que le remataran sus campos, las que criaron a sus hijos, sostuvieron su hogar y se sumaron y encabezaron movimientos sociales. Las que aportan sus ideas y su entusiasmo en los piquetes, en las fábricas autogestionadas, en las Asambleas Barriales. Las que contribuyeron desde el anonimato, las que derrotaron a las derrotas, las que superaron el cansancio de la doble jornada, de las noches en velas, de los hijos enfermos, de los hijos desaparecidos.

Inclaudicables militantes de la vida, dan vida y luchan por un mundo diferente. Como aquellas 129 obreras de una fábrica textil, que fueron quemadas en un incendio intencional, por el inconcebible hecho de reclamar por sus derechos, la jornada de ocho horas, el descanso dominical, la igualación del salario del hombre y la mujer. Sucedió un 8 de marzo cuando el siglo XX apenas marcaba 1908.

Sólo nueve años más tarde, manifestaciones en conmemoración del Día Internacional de la Mujer, detonarían la Revolución de Octubre de 1917.

El día instituido es una jornada de lucha que recuerda el bárbaro crimen perpetrado por un empresario textil en la fábrica Cotton de Nueva York. Es un homenaje a todas las compañeras que intentaron e intentan cambiar la historia.

La igualdad de la mujer aún es precaria, la remuneración es menor y la discriminación persiste. Zonas del planeta permanecen inmunes a los avances conseguidos. Otras, sometidas a los fundamentalismos religiosos, continúan en la noche de la barbarie. En África, la ablación del clítoris constituye un procedimiento corriente. A pesar de todo, se avanzó mucho, pero mucho es lo que falta recorrer.

En nuestro país, los hechos más importantes, las gestas más conmovedoras, las acciones más audaces de los últimos treinta años fueron protagonizadas por mujeres a las que el dolor y las injusticias arrancaron de sus actividades cotidianas para convertirse en protagonistas inclaudicables del escenario público.

El neoliberalismo salvaje ha deteriorado de tal forma las condiciones sociales que la lucha por la jornada de ocho horas, por la que murieron 129 mujeres hace un poco más de nueve décadas, y mas atrás los Mártires de Chicago, es violada cotidianamente y constituye una asignatura pendiente.

Parodiando al Inca Yupanqui del cual Carlos Marx tomó la frase: "Un pueblo que oprime a otro no merece ser libre", se puede decir: un sexo que oprime a otro no merece ser libre.

Las mujeres, como dicen los chinos, buscan la mitad del cielo. Cuando lo consigan, la otra mitad será liberada de la maldición del opresor, que paradojalmente, la mayoría de las veces padece a su vez relaciones de opresión.

Por ahora, como en la novela de Marcel Proust, se está "En busca del tiempo perdido". La larga marcha está fortalecida por los logros alcanzados y lejos aún de la imprescindible igualdad. En esa larga marcha, el Día Internacional de la Mujer es apenas un recordatorio de una lucha inconclusa.