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Amadeo

Amadeo CarrizoTenía cinco años cuando un vecino me hizo hincha de Ríver, en ese pueblito que respondía al nombre de Jubileo, caído de los mapas en las cuchillas entrerrianas.

Menos de doscientos habitantes, sin médico, sin iglesia, ni luz, ni gas. El único juguete era la pelota y el exclusivo contacto con el mundo era la radio RCA Víctor con forma de capilla que funcionaba mediante una batería de auto.

Mi padre, que tenía una panadería y recorría las colonias distribuyendo el pan con un carro tirado por caballos, sabía que los días viernes había que cargar la batería en el motor a diesel que hacía posible elaborar el pan, para escuchar los partidos el día domingo. Durante la semana había una cita inevitable a la hora de la leche: «El grito de Tarzán» en Radio Splendid convocaba a tomar la chocolatada Toddy a las 6 en punto.

En el reino de la imaginación, que la radio potenciaba, poco importaban los nombres de César Llanos, Mabel Landó, Oscar Rovito y Alfredo Navarrine que interpretaban a Tarzán, Juana, Tarzanito y el profesor Philander, porque ellos tenían vida propia. Los sonidos de la selva los producía la magia de Ernesto Catalán. La mona Chita y el elefante Tantor completaban el elenco.

Era el año del Libertador General San Martín. Los únicos privilegiados éramos los niños y en los carteles aparecía la consigna: «Perón cumple, Evita dignifica».

Pero si de lunes a viernes Tarzán era una cita impostergable y el sábado descansaba, el domingo aparecía otro Tarzán que entonces todavía se llamaba Amadeo Raúl Carrizo.

Con el correr de los años sólo su nombre alcanzaba para identificarlo. Era el Rey del Arco que por un día superaba al Rey de la Selva. Era el encargado de impedir que concluyera un domingo llorando y un lunes malhumorado.

En 1951 Racing obtuvo el tricampeonato, derrotando a Banfield. En la Argentina peronista, en el fútbol, los chicos, los equipos chicos, no eran privilegiados. Los campeonatos sólo eran para los grandes. A partir de allí, River ganó cinco sobre seis campeonatos. Las derrotas eran muy poco frecuentes. La superioridad era tan grande, que a veces para hacerlo más parejo, Alfredo Pérez, un marcador central de calidad exquisita que había llegado de Rosario Central, solía hacerle un gol en contra a Carrizo. Recuerdo un partido con Boca en que Alfredo hizo un gol en contra y luego incurrió en un penal y perdimos 2 a 1. Intenté suicidarme, claro que el arma involucrada era de juguete.

Amadeo inventó el puesto y escribió con sus actuaciones el manual del arquero. Es el que primero usó guantes. El que en un tiro libre indirecto dentro del área, armó la barrera en la línea del arco y él se colocó por delante. El que tenía un guante en sus piernas y le pegaba con la precisión de un eximio delantero. El que descolgaba los centros con una mano. El que evitaba la espectacularidad con una ubicación extraordinaria. Pero que cuando había que volar, lo hacía con una eficacia notable. El que podía salir gambeteando. Era la antítesis del gordito de madera que en los potreros se lo mandaba al arco.

Carrizo, luego sólo Amadeo, era completo, salvo algo que lo perjudicó y lo complicó fundamentalmente contra Boca: cierta endeblez anímica, esa de la que carecieron algunos de sus discípulos como Errea, Gatti o Poletti.

El origen del problema se ubica en 1954. Dejemos que lo cuente el propio Carrizo como se lo relató al periodista José Luís Ponsico: «Se jugó el domingo 31 de octubre, recuerdo que estaba livianito y muy metido en el partido. Apenas había tomado un té con galletitas antes del clásico» comentó.

«Boca estaba puntero e Independiente y River a tres puntos. Si ganaban ellos hasta podían asegurarse el primer puesto, si los Rojos no ganaban el suyo. Faltaban tres fechas. River le dio un baile inolvidable. Terminó 3 a 0 con dos goles de Angel Labruna y uno de Walter Gómez», abundó.

«Faltando poco salgo al borde del área a cortar una pelota larga a Borello. Lo anticipo y él queda atrás. Amago a dársela a (Julio) Venini, el «5» nuestro, y de reojo veo que venía por atrás, enganché y pasó de largo... La hinchada de Boca nunca lo perdonó», añadió.

«Borello, en agosto del '55, me gambeteó a mí y el gol lo hizo Ernesto Cucchiaroni. Boca ganó 4 a 0 en cancha de Racing. La revancha de ellos».

A partir de ahí, los partidos en la cancha de Boca fueron un suplicio para el más grande arquero de todos los tiempos. Luego tuvo que sufrir un revés que pareció de nocaut: el Mundial de Suecia.

En las eliminatorias para ese mundial, jugando la selección argentina en Buenos Aires contra Chile y Bolivia, la misma estuvo integrada por nueve jugadores de Ríver. Cuando se consumó el enorme fracaso de Suecia, Ríver y Carrizo fueron los principales afectados, al punto que durante un tiempo Amadeo perdió la titularidad siendo reemplazado por Manuel Ovejero. A su vez, por haber sido la base de la selección fracasada, la confusión posterior de la dirigencia y el desmantelamiento del plantel, el abandono del semillero y la compra en los primeros años de jugadores extranjeros, una racha notable de increíbles infortunios que llevaron a que con el mejor equipo estuviera condenado a sucesivos segundos puestos, Ríver no volvió a ser campeón por 18 años, casi tanto como el tiempo que Perón estuvo proscripto y exiliado.

Cuando recuperó la titularidad, Carrizo volvió a deslumbrar. Jugó en River de 1945 a 1968. Estuvo en el arco de la banda roja en 565 partidos, siendo el jugador que más partidos jugó y en que más años permaneció en el club. A los 42 años, mantuvo la valla invicta por 769 minutos.

Fue enorme dentro de la cancha a pesar del pasivo señalado y con debilidades para negociar su contrato. Los dirigentes acordaban con él primero, estableciendo una referencia que luego invocaban para acotar las pretensiones salariales de un plantel de una riqueza futbolística que hoy se añora.

Tuvo una actuación deslumbrante en la Copa de la Naciones celebrada en Brasil en 1964, y partidos donde aparecía invencible como aquél contra Boca en la cancha de River, el día de la tragedia de la puerta 12.

«La araña negra», el gran arquero ruso Lev Yashin, lo colmó de elogios y en el único partido que se enfrentaron, el ruso le regaló sus guantes como homenaje.

Terminó su carrera en Millonarios de Colombia, quien en 2004 le rindió un homenaje en un partido que por ese motivo jugó con River.

Pero faltaba el homenaje que River le debía. Y a los 88 años, el domingo 13 de abril, volvió al Monumental donde recibió el homenaje institucional largamente postergado y la designación de Presidente Honorario, lo mismo que hizo el Real de Madrid con su antiguo compañero Alfredo Di Stéfano.

Con la apostura que enloquecía a la platea femenina partidaria, con la voz quebrada, con los ojos cubiertos de lágrimas, el «Amadeo», «Amadeo», descendió de las tribunas al escenario de sus múltiples hazañas.

Al autor de estas líneas también se le atragantó el llanto en la garganta. No sólo por el gran Amadeo. Por lo que también está asociado a su historia. Por las alegrías y los triunfos; por el sabor amargo de las derrotas; por la inveterada costumbre de celebrar campeonatos; por el recuerdo de una infancia poblada de padres y amigos que ya no están; por los años transcurridos; por aquellas imágenes radiales endulzadas por la nostalgia; por el Toddy de las 6; por el grito del personaje de Edgar Rice Burroughs; por el jalvá (mucho después se popularizó comercialmente como Mantecol) que me alcanzaba mi madre para la merienda; por la inocencia definitivamente perdida.

Afortunadamente, de todo ello, aún permanecen Amadeo y su grandeza.