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Lo que se escribe en el cuerpo no se borra con la mano

Desde que el mundo es mundo el ser humano quiso dejar plasmado algún sistema de representación que lo diferenciara del primate superior. Tenemos entonces el arte rupestre, el pictórico, el cine, instalaciones, graffitis y múltiples nuevos formatos que admiten distintos nombres.

El siglo XX decretó la muerte de la pintura de caballetes y de la mano de la cultura Pop, se desarrollaron slogans y diseños elevados a la dignidad de arte, en paredes, vestimentas y cuerpos. Yo amo a…New York, Tandil o Calamuchita - agregue lo que más le guste - se lleva las banderas de esta modalidad urbana de expresión, cuyo último gran soporte, soportable, digamos, está dado por el atuendo. Tanto del hombre como de la mujer y por qué no de niños. Mucha gente, de la que me excluyo, se ha convertido en ¿ingenuos? publicistas de una marca al portar una LV - Louis Vuitton -, una CH - Coco Channel, una X Armani - Emporio Armani, en carteras, remeras y todo lugar donde usted todavía no imaginó y ellos ya lo están pensando. Mi inscripción personal sería N. H. P. G. A. N. que traducida resulta: No hago publicidad gratis a nadie.

Una de mis promesas de fin de año fue la de no criticar los tatuajes de Marcelo Tinelli. Y no lo haré. Sin embargo, nada me impide pensar en esta fenomenal moda expandida en jóvenes y no tanto.

Está claro que en una época donde reina la masividad, el tatuaje es un intento vano, de producir una diferenciación, de ser el o la que tiene justo arriba de lo que marca el inicio del traste, tatuada a la diosa Vishnu. O Krishna o algún símbolo que aluda a la fertilidad, a la longevidad o a un desmesurado apego a la tierra que los vio nacer. Digo: ¿por qué no he visto el tatuaje de una empanada en ningún tobillo de argentinos o argentinas? ¿O el de una vaca? Ah… sí. Porque ya nadie se tatúa un ancla, como lo hacían los marineros o el mismísimo Popeye. Ahora somos todos cultores de religiones exóticas y de dioses de los que sólo conocemos sus virtudes. Como si sus atributos se potenciaran y encarnaran en alguien, sólo por una inscripción dolorosa en el cuerpo.

El individualismo, del que tanto se habla, es un falso individualismo. Es un simulacro al decir de Castoriadis. Después, todos hacen lo mismo, zapping, shopping, piercing y tatooing. Esto último es una licencia que me he tomado.

He escuchado decir a adolescentes que el tatuaje funciona como una marca de pertenencia a un grupo. Obviamente, favorece la identificación. A uno de ellos le pregunté si recordaba a los otrora en boga Emos. - ¿Qué es eso?, me contestó. Con esto quiero decir que hoy te tatuás para pertenecer, y mañana te parece más beneficioso tener la tarjeta plástica de acceso a un sinnúmero de utilidades, que pertenecer por un tatoo. Un joven no es un débil mental, sólo es joven y eso también se le va a pasar, prendido a la fugacidad de la vida. Sabe que aquello que se irá a tatuar es inalterable, prácticamente indestructible como un diamante y duele su inscripción. Además, según la ley, no debería tatuarse un menor de 18 años. Si es menor debe ir acompañado por su madre. ¡Hay cada mamaíta tatuada! De algún modo, un tatuaje es una marca en el cuerpo que habla por quien está o impedido o cansado de hacerlo. Se sabe que la palabra es lo más genuino del ser humano. O sea, además de implicar una cierta violencia, el tatuaje nos habla de alguien que no quiere hacerlo.

La artista Orlan ha hecho del body art - arte corporal - su marca. No quiero imaginar las cicatrices que ha de tener, luego de pasar por innumerables intervenciones quirúrgicas donde cada vez aparece con diferente rúbrica. Aunque el tatuaje sólo requiera para su ejecución de agujas, el resultado es el de un cuerpo intervenido, modificado. En principio no hay una Orlan detrás de cada tatoo y en segundo lugar habría que definir si eso es arte, por más conceptual que se defina.

«Tenemos que crearnos a nosotros mismos como una obra de arte» decía Foucault, frase absolutamente abierta. Si hay quien considera que debe exponer su cuerpo a modo de cuadro viviente y tatuarse un «Te amo Laly» en el cogote, que dicen duele mal, allá él. Yo no le creería demasiado a alguien que necesita escribírselo en el cuerpo como para recordarlo cada vez que se mira en el espejo. Par mí no es una prueba de amor sino un acto de exhibicionismo, una venta al por mayor. Prefiero la intimidad de una venta minorista, una transacción de a dos.

Pienso en los retoques, no sólo cuando debes cambiar el nombre de la amada, sino cuando al tatuador no le gusta cómo quedó su obra y propone rehacerlo. Yo le contestaría - te cobro por alquilar mi cuerpo.

No voy a criticar a Beckham, a Tinelli ni a otros. Sólo me pregunto si piensan en el futuro de sus cuerpos.

Fuente: Diario El Día de La PLata; Revista Domingo; 2.2.14

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