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Platos rotos

En la vida cotidiana se dan todo el tiempo situaciones difíciles de resolver, «veri dificult» al decir del jugador Teves.

Planteo la siguiente escena: invitás amigos a una comida en tu casa. Ponés la mejor vajilla, aquella que heredaste de la familia, el mejor mantel y los cubiertos que solamente sacás en ocasiones especiales. En el momento del primer brindis de la noche, ante el obligado chin-chin, la copa de un amigo repica con demasiado fervor y contundencia sobre otra .

Como no estamos ante un escenario imaginado ni escrito por Lewis Carroll, el alias del reverendo y matemático Charles Dogson, el de Alicia en el País de las Maravillas, donde los objetos resisten toda clase de tropelías, en la vida real los objetos maltratados se rompen.

En el afán del portador de la copa por subsanar el hecho y en mala maniobra maradoniana arrastra el plato playo, el hondo y una panerita del mismo material rompible. El mantel, otrora blanco, adquiere una tonalidad rosada, fruto de la unión entre la uva con alcohol, también llamada vino, derramado.

Este paso de «slapstick», esa forma del humor inventada por los norteamericanos - me molestás, intento pegarte, te agachás y el golpe lo recibe otro - fue algo «sin querer», digamos, pero fue. No es que no haya sucedido nada. Tampoco es que haya que recordar alguna catástrofe mundial para que por comparación se aminore el pesar por los destrozos. Te han roto algo, un objeto que preservabas por lo que fuere: amor, nostalgia, historia.

Las mujeres tenemos una ligazón extra con los objetos que nos rodean, de la que carecen los hombres. La pregunta que se impone es: ¿Qué le decís?

Mientras lo pensás te cuento otra situación parecida pero diferente ya que el rompedor no pertenece al círculo de amigos. Me sucedió a mí pero te puede suceder a vos. Un joven de esos rugbiers viene a mi casa a saldar una deuda. Lo hago pasar al escritorio donde luce un sillón modesto, pero digno y fundamentalmente donde se asienta una historia: la mía. Busco un vaso de Coca para convidar al visitante. Regreso a los tres segundos y medio. El sillón moribundo no puede decirme ni chau, chau, adiós. El que dice algo así como «no lo hice a propósito», disculpándose, es el muchacho.

Me acuerdo del adjetivo proferido por Barletta en relación al ex canciller Dante Caputo - que termina en «udo» pero no lo digo. En cambio, lanzo una carcajada de esas que dicen «esto no me puede estar pasando a mí», concluida la cual le pregunto, ¿cómo arreglamos esto? Finalmente acordamos pagar la reparación la mitad cada uno, si es que fuera posible.

Freud en El malestar en la Cultura dice que para vivir en sociedad se debe restringir el uso de las pulsiones agresivas. La cultura, entonces, actúa como reguladora de pulsiones Si uno diera rienda suelta a la otra cara de cada uno, si nos sacáramos la careta, sin duda aparecería una menos benevolente, más agria y huesuda, como una calavera. Que, por otro lado, todos tenemos aunque no nos demos cuenta.

Entendemos el razonamiento por demás claro de Freud. Para relacionarnos con otros, con semejantes, para tratar de establecer lazos sociales debemos reprimir o al menos restringir el despliegue bélico de nuestras pulsiones agresivas.

Estamos de acuerdo, así como estamos de acuerdo en deshacernos de falsas humildades y modestias. Digo, alguien tiene que hacerse responsable del acto «sin querer» que produjo. Alguien tiene que pagar el plato, la copa, el mantel y el sillón rotos, además de disculparse verbalmente. No digo que haya un culpable, sino un responsable de esta escena que hubiésemos preferido no representar.

Y no me refiero al daño que recae sobre el corazón que resulta partido, sino al puro objeto material, ése que de alguna u otra forma resulta reparable.

Pienso que si se fabricaran felpudos con inscripciones del tipo, ¡Welcome!, ¡Bienvenido!, ¡Willkommen!, ¡Bienvenue! y entre comillas «en esta casa lo que se rompe, se repone» nos iría mejor a todos.

Si en lugar de resarcimiento económico alguien prefiere obtener vidas en el juego de Candy Crush, que no es mi caso, también vale.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 16.6.13

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