Imprimir

El gran perdedor

Si se nombraran palabras tales como self-made man, jazz, alcohol, gentleman, fiestas, e intentáramos saber de qué personaje o novela se trata, cualquiera que participe del mundo de la literatura, aunque no demasiado, respondería sin dudar: Gatsby. Efectivamente, se trata de la novela El Gran Gastby de F. Scott Fitzgerald, nacido con orgullo norteamericano en 1896, hijo de una familia que llevaba ya tres generaciones en ese país, con una educación netamente americana del norte. Buenos colegios, prestigiosa universidad, vida mundana y el deseo firme de triunfar en lo que sea.

Vi la última versión en cine con Leonardo de Caprio, que cada día se parece más a Tom Wolfe cuando joven, el padre de lo que dio en llamarse el «nuevo periodismo». Imposible compararla con la que tenía a Robert Redford como protagonista. Ambas recrean con habilidad el espíritu de una época - los rugientes años ‘20 - que se van apagando a medida que la manteca tirada al techo les vuelve rancia, tornándolos sucios, feos y malos.

Esta versión me gustó menos que la primera y muchísimo menos que el libro que leí en su idioma original. En el exceso - dado principalmente en la fiesta donde Gatsby se reencuentra con su antiguo amor Daisy, ya casada con otro - reina una lógica de video clip al mango. No da respiro, como para hacer que se destaque, por contraposición, la figura melancólica de Jay Gastby. Personaje al que finalmente se le perdona todo, a pesar de haber llegado a rico y famoso gracias a negocios más que turbios en la época de la Prohibición. A J. G. se le perdona la desmesura porque con su estúpida muerte le llega la redención. Sintéticamente este film habla de esto.

Más allá de la película aquello que más me interesa es precisamente la época de entre guerras, cuando los norteamericanos, bohemios o beneficiados por el cambio, se iban a vivir a París. Para atestiguar este momento histórico dice Hemingway en París era una fiesta : «Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue». Altri tempi. Hoy podríamos decir Nueva York, París o Ushuaia, mientras haya wi-fi, la fiesta está en tus manos, al alcance de tu dedo, la vedette de la era digital.

El punto que me gusta de esta época son sus personajes. Entre otros, la coleccionista Gertrude Stein, vivísima en esto de comprar barato obra a Picasso, por ejemplo, y venderla caro. Para nada descollante en eso de escribir: «una rosa es una rosa, es una rosa» - ya lo sabemos Gertrudis - y los escritores Fitzgerald y Hemingway.

Así como a los niños se les solía preguntar no hace mucho, hoy ya no ¿a quién querés más a tu mamá o a tu papá?, en el campo de la literatura es casi obligado preguntar por cuál de los dos escritores uno votaría.

Desde muy chica tuve en claro a quién quería más de mis padres. En ese sentido jamás tuve problemas de elección. Respecto de los escritores tampoco.

Si elijo escribir sobre el Gran Gastby y me deleito con París era una fiesta , en especial en el capítulo dedicado a Fitzgerald, está claro a quién elijo. Mi elección no está dada solamente por la calidad de su obra en detrimento de la de Hemingway, que me gusta un poco menos, sino por los amargos tragos - largos - de su vida. Después, algunos me acusan de insensible. El tipo luego de pasarla más que bien en París regresa a Estados Unidos.

Pronto comienza una debacle que no cesa hasta su muerte, a los 42 años víctima de una cirrosis que cierta gente prefiere llamar insuficiencia cardíaca. Ésta lo encuentra trabajando para los estudios de cine en Los Ángeles, en guiones que apestaban - dicho por él -, con su mujer - Zelda - institucionalizada, en lo que antes se llamaba manicomio. Durante la despedida final Dorothy Parker, al mirar el ataúd exclamó: - Pobre, pobre hijo de puta.

Pudiéndolo tener todo, terminó como Gatsby: triste y solitario. Hemingway, en cambio, puso él solito fin a su vida. Hay que ser desalmada para no preferir a Fitzgerald o te tiene que gustar mucho la teoría del iceberg de Hemingway, que dice que una buena escritura debe mostrar la punta del iceberg, el resto lo debe inferir el lector. No soy tan fría.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 9.6.13

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.