Cannot get Tel Aviv location id in module mod_sp_weather. Please also make sure that you have inserted city name.

Una fiesta inolvidable

Típico barrio londinenseTomé mis vacaciones en dos zonas diferentes. Primero, en el agradable clima que ofrece Turquía, Chipre, Grecia e Israel en febrero. Luego, a arreglármelas con el frío y la nieve que no nos ahorra Londres, París y un poco menos Roma en marzo. ¡Todo lo que una hace para no toparse con el sol a pleno!

Desde que llegué a Londres tuve la sensación de estar inmersa en la película «La fiesta inolvidable» donde Peter Sellers interpreta a un hindú que asiste a una reunión que comienza normalmente y a medida que transcurre la fiesta y debido a su ignorancia respecto de los usos y costumbres del lugar - Los Ángeles - termina de modo desopilante. Lo mío no fue para tanto. Después de todo, mi película fue otra; no soy actriz.

Apenas llegada al aeropuerto un italiano intenta regalarme unos tickets de subte válidos por una semana, que en Londres son carísimos. Para ahorrar tiempo siempre pienso mal de todo, en especial de un tipo que no conozco y pretende regalarme algo. Con mi habitual paranoia argenta pienso: Primero te lo regalan, después cuando te toca salir del país, Scotland Yard y Sherlock Holmes, el personaje que muchos creen real, incluso yo, inventado por Arthur Conan Doyle, detienen tu marcha y te plantan un «tiene que acompañarnos».

Pero el tipo insiste en un inglés italiano que otros - dos españole s- entienden mejor que yo y rápidamente en una verónica que bien saben hacer, toman dos de los tickets ofrecidos. Queda uno; lo agarro como si yo le estuviera haciendo un favor al italiano. Y una vez más me equivoco. El «ticket to ride» que nació con Los Beatles en esas tierras ¡sirvió! Querido tano: te agradezco, me hiciste un favor de almost cuatrocientos pesos. Después, siempre después, entendí que en ciertos lugares de Europa, pero especialmente en Londres, es más conveniente comprar una cuponera de boletos que boletos por unidad.

El hotel, un acogedor sitio - cozy - parecido a otros en la misma cuadra y en la anterior y en la siguiente y en todo el barrio estaba atendido por sus propios dueños y familiares. ¡Eran todos iguales entre sí! Un hotel gerenciado por indios - hindúes - con una particular «indio-sin-gracia» que no supe entender de entrada.

Mi compañero y yo presentamos los papeles requeridos. Todo bien, hasta que dejó de estarlo. La habitación no era la pactada. «Lo siento, no tenemos otra», dijo el ayudante del ayudante del ayudante. Esto sonó mal a los oídos del gerente y creo yo dueño del lugar quien con cara de pocos amigos y muchos familiares ineficientes a su alrededor exclamó: «Let me check for you, Madam».

El tipo desplegó ahí nomás un mapa del hotel y musitando algo en su idioma natal concluyó con un «no problem», sonrisita y entrega de tarjetas abre puertas. Le hizo una seña a un jovencito, quien tomó las valijas y partió hacia el cuarto que se hallaba en el tercer piso.

Claro que olvidó cargar las valijitas más pequeñas, aquellas que se dan en llamar equipaje de mano, las que no se pesan ya que para el mundo entero suelen ser las más livianas. No para nosotros.

Es convención que el tercer piso se encuentre ubicado inmediatamente sobre el segundo. En este edificio no. No iba a ser tan fácil hallar la habitación. Para cosas fáciles una se queda en su país y no viaja horas en un avión. No mi querida. El tercer piso comenzaba al costado del segundo - había que bajar ocho escalones, abrir una puerta hacia un edificio anexo, subir otros ocho escalones y gritar bingo si lo encontrabas en menos de trece minutos de iniciado el ascenso por el elevador. Todo esto hubo que hacerlo con las dos valijitas que el jovencito olvidó subir.

Llegar al cuarto pareció más una carrera con obstáculos que una simple entrega de llaves en un hotel previamente pagado.

No estábamos cansados. No. Habíamos envejecido 153 años cada uno en el término de 24 horas, razón por la cual cuando ingresamos al cuarto nos miramos y cada uno se tiró sobre su propia cama. Hubo unos instantes de felicidad, digamos.

En pleno típico barrio londinense había alguien que ejercitaba su trombón. Una nota no salía como lo quería y la domesticaba a fuerza de repetición en nuestros oídos. Sirvió para que partiéramos a Picadilly Circus. Y eso era Londres: una fiesta. Colorida, vibrante, ruidosa y llena de jóvenes que no habían viajado y envejecido como nosotros.

El primer día terminó cuando la alarma de incendio del hotel, cesó de taladrar en mi oído derecho y eso solo ocurrió cuando desenchufé el secador de pelo.

Una fiesta inolvidable.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 24.3.13

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.