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Teléfonos descompuestos

¿Alguna vez pensó en un mundo perfecto, donde aquello que prometen las publicidades se cumpliera al menos en un 50%? Créanme que sería perfecto, claro que inhumano. Lejos estoy de remitirme a la novela «Un mundo feliz» (1932) del inglés Aldous Huxley, título por demás ambicioso tomado de «La Tempestad» de Shakespeare. Miranda, hija del rey Próspero dice: ¡Cuán bella es la humanidad! ¡Oh mundo feliz, en el que vive gente así! Obvio que se refiere a un mundo que aún no se descubrió, o al menos yo no supe, no quise o no pude hacerlo.

Hace unos días recibo un mensaje de texto en mi celular. Un amigo me anuncia que mi teléfono de línea, aquel que pasó a ser prescindible, pero se paga, funciona «raro». En la actualidad ese teléfono tiene la misma utilidad que el pan en la mesa familiar: posee un alto valor simbólico, debe estar presente, aunque se lo mastique menos que a la galleta de arroz.

Cuando suena en la casa de un nativo digital, lo más probable es que el chico no se mueva y lance a voz en cuello: - ¡Má, es para vos, atendé!

Un desperfecto  

Estaba advertida de que un desperfecto nuevo se había colado en mi casa. Razón más que propicia para demorarme en la calle - soy callejera - una vez que despego de mi refugio, hasta que comienza a llover. En esas condiciones meteorológicas necesito amparo y no me lo dan cincuenta personas reunidas en un bar con la misma intención que yo: proteger mi pelo y evitar que un rayo me parta.

Mi teléfono había quedado clavado en el disco que repite: «Marque su clave para acceder a las llamadas». Con mi celular no podía hacer el reclamo. Tuve que pedir que otro se comunicara, cosa que me sumerge en la más absurda de las elucubraciones. Imagino formas de pago del favor horribles y mucho más sacrificadas que un simple llamado telefónico. Después de cuarenta y siete minutos, el mediador entre la empresa y yo, me informa una clave alfanumérica, que debo guardar como si de eso dependiera la destrucción del Planeta Hollywood - esa cadena que comercializa papas fritas y hamburguesas - que corresponde al reclamo, por si lo arreglaran la próxima semana.

Al día siguiente funciona como de costumbre: a veces sí, otras no. OK. Un trámite menos. Confieso que soy capaz de perder puntos, millas de avión, premios, con tal de no hacer un trámite telefónico. La musiquita de espera tipo Butch Cassiddy, José Luis Perales o la funcional, me desagradan visceralmente. Si al menos te dieran tips modernos: «Estimado Cliente, si llegaste hasta a acá, eres afortunado y feliz, sólo que no te das cuenta».

¿Es necesario que el disco de encuesta de satisfacción llame cada tres minutos? Que alguien les avise que molestan más que el propio desperfecto. Este servicio post verificación ya no es parte de la solución sino parte del problema.

Problemas en cadena 

Cuando se solucionó este inconveniente - desperfecto del teléfono de línea -, dos problemas vinieron a perturbar la precaria paz alcanzada.

Sucede que mis mensajes de texto entraron con dos días de atraso a los teléfonos celulares que quería alcanzar. Esto puede destruir una vida, una familia e impedir que se formen otras.

La cadena de fría comunicación queda alterada, vos no te enterás, confiás y cuando el otro te contesta ya estás en alta mar en tu luna de miel con alguien a quien los mensajes le entraron en tiempo y forma y respondió de modo ídem. A los pocos días, una vez restaurado el viejo teléfono de línea, levanto mis mensajes como de costumbre. Hay uno que se registró hace unos meses, pero como por arte de fibra óptica está ahí, lo escucho. Me altero: se trata de un mensaje que no pensaba volver a escuchar en mi vida.

Envío un correo por FCB preguntando al autor su número de celular y si me había llamado.

- Mira, Liz no te llamé, pero agendá mi número.

La escritora norteamericana Carson MC Culles no creía en la comunicación humana. Y eso cuando sólo se hablaba, se escribía y ya existía el teléfono. Con todos los medios, aplicaciones y gadgets de la comunicación moderna, seguro que pensaría lo mismo.

La conectividad humana es un gran bluff para esconderse detrás de miles de máscaras y velos que anuncian que el rey, o sea todos nosotros, está desnudo. Como en el cuento «El traje nuevo del Emperador» - también conocido como «El rey desnudo» - de Hans Christian Andersen. La historia es una fábula con un mensaje de advertencia: «Sólo porque todo el mundo crea que algo es verdad - que funciona la comunicación humana - no significa que lo sea».

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 17.2.13

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