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Visita a la prepaga

Después del último lunes 10 D M - no me pregunten qué significa M, lo saben - cuando casi me ahogo en el lago artificial formado sobre la avenida en la que vivo, decidí varias cosas. En principio, darme esa vuelta, siempre postergada, por la prepaga que atiende mi soma.

Voy. Para mi sorpresa no existe esa larga cola que es preferible respetar so peligro de que alguien vocifere como la empleada pública de Gasalla: - ¡Atrás!, esa rubia de pelo largo, ¡Atrás!  

- Buenas tardes. Me saludan tres empleadas ociosas y dos que hacen como que trabajan.

- Tengo que hacer una pregunta administrativa. - Conviene en ciertos casos aclarar y mentir - No es para mí. Es para una hermana, melliza.

La menos ociosa de todas, me indica que debo dirigirme al primer piso.

Con calidez cercana a un freezer me atiende una asistente que, ante mi pregunta sobre el monto de la nueva cuota, recita tres veces unos números que en la práctica, serán transformados en pesos - nunca - dólar.

- ¿Perdón? - Retruco con aún mayor calidez de freezer, si esto fuera posible.

Se dirige a constatar con un supervisor la cifra anunciada. Me quedo sentada en el amplio salón muy bien refrigerado. No deberían aumentar el costo sólo por ofrecer un excelente ambiente climatizado. ¿O sí?

¿Podés creer que aparece mi hermano que no es mellizo de nadie? Le cuento lo sucedido. Me escucha atentamente y como tenemos el mismo apellido, saca conclusiones de manera rápida.

- Mirá, por las dudas alejate de mí. Por ahí me toca la misma empleada y me trata como a vos.

Mi hermano es poseedor de una cierta clave para pasarla bien en la vida no malquistándose con recepcionistas y asistentas de carne y hueso. Al contrario; se caen bien. Seguramente hubo un error de copiado en la hélice helicoidal del ADN. Todo lo que se transforma en aquello vulgarmente llamado paciencia, que debió haberme correspondido a mí, quedó en él. Tenemos poca diferencia medida en años. Pero así son los algoritmos orgánicos: a unos mucho, a otros poco y a la mayoría nada, digo, de paciencia.

Llega el turno de mi hermano. Yo espero la respuesta de la consulta realizada al supervisor sentada, ya que parada me iba a cansar.
 
Pienso, ¡al fin sola! en medio de un delicado clima envolvente que invita a recordar. Evoco sin proponérmelo, los dos últimos films que analizamos en una de mis reuniones sobre cine clásico. «Rocco y sus hermanos» de Visconti y «Al Este del Paraíso» de Elia Kazán.

Ambas, desde diferentes épocas y miradas recrean disputas entre hermanos. Me gustan las dos, aunque no consiguen provocar alguna clase de identificación. En rigor no siempre es necesaria ésta para que un film te guste. Sin duda, el cine es aquello que trama la sensibilidad del siglo XX, que es el siglo en el que nací.

Sigue volando mi evocación y me detengo en el libro «El jardín de los Finzi-Contini» de Giorgio Bassani dirigida en cine por Vittorio De Sica. También existen hermanos, esta vez pertenecientes a una cierta aristocracia de Ferrara, Italia. Hermanos afines entre sí a pesar de diferencias en modos de pensar y obrar en la vida. En ésta sí se produce algo del orden de la identificación. No por lo de aristocracia, se entiende, sino por el lado de hermanos que se llevan razonablemente bien. No cuento el final. Sólo aclaro que uno de los dos muere joven. Ni mi hermano ni yo lo somos. La actriz que representa a Micol - la hermana - es la francesa Dominique Sandá, a quien solía ver en el banco de la esquina de mi casa con guantes de verano. Color beige.
 
En esa clase de elucubraciones estaba cuando entra uno de mi primos con su nueva mujer y su hija de siempre. No es cierto que las prepagas se rijan por el slogan «más barato por docena», sino que el azar también existe. Ese aire tan familiar me lleva a «El Gatopardo» escrita por Giuseppe de Lampedusa y dirigida por Luchino Visconti. Asocio al sobrino predilecto de Don Fabricio - el joven Tancredi - Alain Delón - con mi primo. Ni por lo revolucionario ni por su remoto parecido con el actor, sino por la frase «algo debe cambiar para que todo siga igual».

Vuelve la asistente. Los números que baraja son otros. Más bajos.

Me despido en forma educada de la chica y pienso «basta la salud» para leer y ver buen cine. ¿Hay muchas otras cosas placenteras en esta vida? ¿Viajar? Eso es trabajo.

Fuente: Diario El Día de La Plata

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