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Cierta clase de hombre

Volví a releer La Conciencia del Señor Zeno de Ítalo Svevo. Siento simpatía por el protagonista, un hombrecito lleno de preguntas y pocas respuestas. Sus temas: las mujeres, el tiempo, la paternidad, el matrimonio y la muerte.

Reconozco en Zeno a una especie de Woody Allen, que resume las características del héroe trágico de la modernidad: un pequeño hombre que trata de escabullirse de lo inescapable, la certísima muerte con distintas estrategias. No todas santas.

En el siglo más corto de la historia - el XX - al decir del historiador Eric Hobsbauwn, han ocurrido grandes cambios. Asistimos a una declinación de la metáfora paterna, a un ascenso meteórico de la mujer en el sistema de producción y a una «políticamente correcta» aceptación de singularidades, en lo que a elección sexual se refiere. En un futuro ya no diremos más «alma máter» ni «pater familia». Lo reemplazaremos por alma y pater travester.

Esto que se dice casi como un aprendido y recitado, merece una explicación más extensa, ya que tiene consecuencias en el día a día, hora a hora, minuto a minuto entre hombres y mujeres.

Transformación   

El hombre ha ocupado desde el inicio de los tiempos el lugar del que iba a pescar o cazar en procura de insumos básicos para que su familia tipo compuesta por tres semisalvajes más - una mujer y dos párvulos - la pasaran más o menos bien.

Durante la segunda mitad del siglo XX - los '50 - algo llamado Técnica apadrinada por la sagrada Ciencia cambió los patrones. Apareció la píldora anticonceptiva y tiempo más tarde el líquido seminal se pudo congelar y vender a precio caro, aunque en descenso. El hombre ha sido desbancado; cada vez menos toca un pito en la función reproductora. Recomiendo darle una miradita al programa El Donante. Va los martes en horario central por Canal 11.

Te la hago fácil; me hago eco de la actualidad y digo que mientras que el salario sube por la escalera, los precios lo hacen por el ascensor. Del mismo modo, el hombre desciende como el salario mientras que la mujer asciende como los precios. En cierto momento se encuentran: es cuando hay que aprovechar la ocasión. Sabemos que a ésta la pintan calva.

Hace unos días leí que un joven escritor argentino afirmaba respecto de las mujeres: «...cada vez me dan más miedo, cuanto más hermosas, más miedo me dan». Tranquilo Pedro Amairal. Los hombres siempre han temido a las mujeres. Tanto que en el Medioevo se las quemaba en la hoguera si se volvían un poco loquitas, se las consideraba malditas. El fuego les sentaba mejor que la escoba.

La mujer siempre es un poco extranjera, lo radicalmente otro para un hombre pero - y he ahí lo paradójico - en general es prácticamente lo único que les eleva el espíritu y otras cosas también.

Debo decir que ciertas mujeres me dan un poco de miedito cuando leo sus posteos en Facebook. Torean al hombre para que entre haciéndole una sutil verónica. Ésta consiste es un movimiento que realiza el torero sujetando su capa con ambas manos, es como un saludo inicial de bienvenida para clavar después unos palos en la bestia.

Antes ellas podían ser reinas, ahora pueden ser reinas y presidentas. Ya no existen mujeres que zurcen medias. No gustaría a los hombres. Como tampoco gusta a las mujeres el hombre metrosexual en cada centímetro de su cuerpo. Son los que no desperdician ni un espejo para mirarse, los que entran al baño antes que las féminas y no toman vino porque engorda.

No se trata de homosexuales, con lo cual estaría clara la cosa. Caminos separados y todos contentos. No. Son los que se quedaron atorados en una posición femenina. Son hombres a los que les gusta gustar, como a las mujeres. Son los que en una fiesta no les interesa ganarse a la mejor del condado. Prefieren ser ellos los más guapos de ése y otros condados aledaños.

El quejoso     

De entre la no tan enorme gama de posibilidades masculinas de ser en el mundo, la que peor me cae es la del hombre que se queja de todo. Porque para quejarse está la mujer.

El hombre que se queja porque el tránsito se atascó, no consiguió la carne que le habían prometido para el asado con los chochamus y hasta de que ellas sólo los quieren para mantenerlas no merece sino compasión ya que es un cobarde. Y la cobardía a los hombres les sienta mal, los empequeñece, los hace tan chiquitos que desaparecen. Se tornan inconsistentes: no consiguen densidad. Hasta a la mujer que hace de madre las seducen un rato, no más. En cierto momento ellas también quieren su porción. Comienzan a ir al gimnasio, llegan un poco más tarde de lo acostumbrado a sus casas. El quejoso desconfía, se acuerda del profesor de musculación, se pone celoso y puede recomenzar otra historia con los mismos protagonistas. Pero tarde o temprano va a aparecer la queja.

Extremando puedo llegar a entender a un misógino a lo Schopenhauer que escribe: «Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia». Esta clase de hombres también la tiene clara.

Hice una mini investigación entre mis amigas de la que surge que aquello que más les disgusta es que en la cantina del condado aparezca alguien que quiera gustar más que ellas. «Ya somos muchas» respondieron todas. A mí, en cambio, hasta un George Clooney que se queja me da Boris Karloff haciendo de Frankenstein.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 8.7.12

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