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Una enigmática mochila roja

tarmil2Una de las frases que más me gustan de Dorothy Parker es ésa que, a propósito de un llamado telefónico, dice: «¿Qué noticias frescas del infierno me van a comunicar?» Nada más opuesto entre sí que fresco e infierno. El oxímoron como figura literaria, si está bien utilizado, es elocuente y económico. Garpa.

El último 18 de marzo en Túnez, un comando de sólo dos hombres entró al Museo del Bardo, tomó como rehenes a turistas y dio muerte a 17 personas. Visité esa ciudad hace un año. El guía - educadísimo lector y parlante de al menos cinco idiomas - se detuvo en explicar profusamente las cualidades del primer país donde triunfó la «primavera árabe» y cómo se preparaban para elecciones democráticas.

En un intento de emular a la Parker escribo: «Dejen de bardear ¿de qué primavera hablan si aquello es una hoguera que arde?» El azar esa vez jugó de mi lado y agradezco a Dios, al de cualquier religión, que no juega a los dados, pero se entretiene con los muchachos, que venimos a ser nosotros, los humanos.

No voy a escribir sobre política; para ello hay que manejar variables que intuyo, pero ignoro en profundidad. Tampoco es el lugar para hacerlo. En todo caso las razones posibles de una justificación son tributarias de la ideología a la que se adscriba. Aquello que sí afirmo, es que el terrorismo es un mal incontrolable imposible de localizar, aparece donde menos se lo espera y es por eso que hay que esperarlo en todas partes. Puede acechar a la vuelta de una esquina, doblando por la calle Pasteur, por ejemplo.

Voy a relatar un hecho que ilustra el alto grado de contagio que conlleva la vulnerabilidad y el desamparo; el mundo ya no es un lugar seguro para vivir.

Me encuentro en la fila de una estación de tren en Francia, de esos interurbanos, regionales - no mejores que los nuestros sólo que menos concurridos - para comprar un boleto atendido por un humano. Cosa infrecuente, ya que la máquina expendedora de billetes ha reemplazado a la voz humana que saluda con ese «bon jour» que huele a baguette o croissant, o sea, no natural, diría que mentiroso. Dos ¿policías? de civil piden pasaportes a una pareja inglesa de ancianos. Me saltean, se dirigen a otros. Algo ya huele mal no sólo en Dinamarca sino en Niza, lugar donde me encuentro.

Elijo un vagón donde me pueda sentar a mis anchas, siempre con el ojo de la espalda abierto, ese que vigila lo que los otros no ven.

Éramos cinco en el vagón. Paisajes lindos, se sabe, la Riviera francesa es bella. Tanta belleza me hace girar la cabeza y advierto que ya somos menos. La jovencita había bajado. El muchacho, que no estaba con ella, también. Somos tres los viajeros. Vuelvo a mirar para constatar la escena y me encuentro con una mochila roja, solita - sin dueño - apoyadita sobre el asiento. No me gusta. La mochila me mira, yo la miro a ella. Comienza a molestarme su falta de dueño y el silencio que allí se respira, a pesar del pitido del tren y de los anuncios de próximas estaciones en inglés, en francés y a mí qué me importa si pronto voy a estallar en mil pedazos.

Transmito a mi acompañante que me hallo atravesando un temor, un temblor y un pánico desconocidos. Me dice - Tomate un sublingual y no mires más la mochila. En cambio, él comienza a mirarla. Ya somos dos a los que no nos gusta la mochila bermellón, a esa altura ya no roja.

- Yo me voy a otro vagón,- le digo. Me acompaña. No podemos pasar. El otro viajero, sin apartar la mirada de sus uñas, dice en francés: «Ça ne marche pas, est fermée”». - No funciona - ¡Hijole y la gran ....!

Cuando el tren se detiene en la estación, nos dirigimos a las puertas de entrada. Tampoco abren. Estamos encerrados en un vagón sin salida. En todos los aeropuertos y lugares concurridos anuncian que si ves un objeto intimidatorio - una mochila sin dueño lo es - lo denuncies a la autoridad. ¿A qué autoridad? Si en este tren no existe un guardia ni para ver si validaste tu pasaje, te mataron o diste a luz. Estás solo.

Yo no iba a esperar a hacer el curso «Cómo tomar la mejor decisión en la empresa»; en este caso la empresa era yo. Y yo me iba a ir de ahí. Nos quedamos parados frente a la puerta, en alguna estación debería abrir. Cuando lo hiciera tendríamos quince segundos para pasar a otro vagón. No hizo falta, llegamos a destino.

Después de la masacre de «Charlie Hebdo» y del supermercado kosher ver una mochila sola en un tren, no es lo mejor que te pueda pasar ni en Francia, ni en cualquier otra parte de este mundo globalizado. Tampoco ver una formación de tres soldados vigilando en las cercanías del Louvre.

El Malestar en la Cultura del que hablaba Freud parece un escrito romántico, comparado con el asedio de la desconfianza en el otro, el semejante, que los humanos supimos conseguir. Porque fuimos los humanos los que tejimos esta urdimbre de nuevos miedos y amenazas.

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