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La escucha

Julian Assange y  Edward SnowdenNo es que desconozca que es algo que sucede. Cualquier hacker o pibe geek lo hace cómodamente instalado en el garaje de su hogar. Así me los imagino. Sólo que esta vez me tocó a mí.

La cosa fue así. Llamé a un amigo que me había invitado a comer. El reino del malentendido tiende a expandirse cada vez más, a pesar de la tecnología o debido a la comodidad que ésta representa, tal como definir a último momento la hora del encuentro. No contestó. Al rato volví a llamar a su celular. Esta vez se produjo un ruido feo, como de acople y corté. Volvió a sonar el telefonito. Cuando atendí, sólo pude escuchar su voz que no me hablaba a mí. Le hablaba a otra persona sobre temas que hubiese preferido no escuchar.

- Hey, hey hey, atendé estoy acá. Escucho todo lo que hablás -. Él nada. Continuaba con su charla.

Esto que no debió haber sucedido, pero existió, es lo que comúnmente llamamos accidente. Algo evitable en la mayoría de los casos si se toman precauciones relativas al conocimiento e información de los juguetes tecnológicos. O si, en este caso, se pulsa la tecla correcta para cortar.

Esta falla ¿humana? me transportó a la película La otra mujer de Woody Allen. Se trata de aquella donde una profesora universitaria dedicada a la filosofía alemana, una grosa, Geena Rowlands, escucha la sesión de otra mujer a través de una buhardilla. Al principio le molesta, luego le pasan cosas con las interpretaciones, que redirecciona hacia su propia vida. Otra de Allen, esta vez en Annie Hall o Dos extraños amantes, donde un tipo en la cola para entrar al cine, habla en voz alta sobre Fellini, Beckett y Marshall Mc Luhan. En un pase mágico que sólo el cine puede proveer, aparece el verdadero Mc Luhan. Ésta es una situación donde no se puede uno tapar los oídos. Sus agujeros están siempre abiertos.

En un salto a otro campo del saber me acuerdo de Julián Assange, el de Wikileaks y de Snowden. Ambos surgidos a la fama internacional por haber denunciado que todos somos potencialmente objeto de interés y vigilancia por parte de una máquina suprahumana que todo lo registra. Claro que las agencias de Inteligencia de los distintos países prefieren la información calificada y clasificada como de extrema importancia antes que las pequeñeces de quién me llamó.

Desde el inicio de los tiempos las tareas de inteligencia - conocer detalles de otros - es algo que interesa a los humanos no sólo por afán chismoso sino para armar estrategias propias.

Los antiguos mandaban fisgones para que relojearan en qué se entretenían sus enemigos. Durante la Segunda Guerra Mundial se perfeccionó la manera de desencriptar mensajes. El matemático, lógico e informático Alan Turing, creador de la informática moderna, trabajó en descifrar los códigos nazis. Ya reconocido como un as en lo suyo, tuvo que enfrentar un juicio severísimo que lo dictaminó culpable con los mismos cargos - indecencia grave - por los que 50 años antes Oscar Wilde fue enviado a la cárcel de Reading. Culpable de reconocer su homosexualidad. Terminó suicidándose en 1954. Recién el año pasado la reina de Inglaterra reconoció su honorabilidad. Con este juicio se demuestra una vez más que la estupidez humana no tiene límite. Es tan temible como la maldad.

Si las agencias de investigación de mercado deben firmar tratados de confidencialidad con las grandes empresas se debe a que el saber se ha convertido en mercancía. Tiene valor de uso y de cambio. Se traidea como el oro, los vinos o una figurita difícil de encontrar. Y no te digo cómo se ha de requerir conocer en ciertos ambientes el último prototipo de un auto, un avión o un dron de alta gama, ésos que se especula aparecerán recién en 2025.

Otra cosa es asistir sin proponérnoslo a la escucha indeseada, conocer información no gestionada. Es como un regalo de Reyes que no se pidió y peor aún, no se sabe cómo utilizar ni para qué sirve. Porque ése es el otro punto de la cuestión. Muy bien, tenés la data. ¿Cómo, cuándo, por qué y dónde la vas a usar? Eso requiere un plan estratégico pensado con anticipación. Que no es el caso que nos ocupa.

En mi caso he cambiado tanto el personaje, no así la situación, que ya me he olvidado de todo lo que oí. Sólo he pensado en mi respuesta en el supuesto de que se me interpele. Voy a contestar: – No fui yo. Es la tecnología, y la falta de anteojos, estúpido - parafraseando a Bill Clinton cuando afirmó que se trataba de la economía.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 22.6.14

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