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¡Sin árabes, sin extranjeros y sin homosexuales!

En momentos que esta nota es editada, aún no se sabe quien fue el autor de la masacre en el club de homosexuales y lesbianas en Tel Aviv, pero indudablemente que eso despierta el interrogante acerca de la relación social hacia un grupo de la población en su manifestación más virulenta.


En ese contexto, es indudable que la posición más problemática la expresa el sector religioso, especialmente el ultra ortodoxo. Aún cuando existen numerosos padres laicos que se resisten a legitimar la diferente inclinación sexual de sus hijos, o personalidades políticas (de manera interesante, dirigentes del partido Shás, considerados generalmente el ala menos extremista del sector ortodoxo) que no dudan en atacar a homosexuales y lesbianas con palabras obscenas.

Asimismo, en aquellos casos en que los ataques llegan del lado de quienes se identifican con la población laica, no por casualidad, se trata de laicos que tienen algún tipo de romance con el mundo religioso.

Cuando se enlaza este dato con la relación de grupos religiosos hacia los refugiados de Darfur, a hijos de trabajadores extranjeros, o al sector árabe - y no justamente a la cuestión política del estado palestino, sino también a la disyuntiva de los derechos civiles de la población árabe israelí -, se perfila un cuadro deprimente.

El público religioso, que se destaca generalmente por su sensibilidad social, por su voluntarismo o su alto grado de solidaridad, enmudece, o reacciona con hostilidad cuando se trata de grandes conglomerados, justo aquéllos que necesitan especialmente de apoyo y cuidado.

La división sectorial de las actividades sociales es nítida: los religiosos se preocupan por otros religiosos, a veces por otros judíos y sólamente de aquéllos que su identidad es "normal".

Pero cuando se trata de ocuparse de alguien "diferente" - un no judío, o un judío cuya identidad sexual es distinta de lo consabido -, eso pasa a ser patrimonio casi exclusivo de los activistas laicos.

El sector religioso se coloca, por supuesto, en la cima de los temas centrales del "Estado judío". Pero el cuadro que se describe aquí, indica una interpretación problemática de ese concepto.

En tal contexto se plantea un legado excesivamente diaspórico de desconfianza hacia el extranjero y el diferente; no sólo hacia los "goim" (gentiles) sino también a través de un análisis obsesivo de "fidelidad" y "validez", tal como lo demuestran las polémicas formas de conversión de los últimos tiempos.

En un estado soberano existen límites establecidos, y una mayoría judía debería no transigirlos, sino agudizar la sensación de responsabilidad hacia todos los habitantes del mismo, incluyendo a los que no son judíos, religiosos o heterosexuales.

Lamentablemente, con el correr de los años existen sectores religiosos en los cuales el fanatismo se fortalece, que se aprovechan de su poder demográfico y político para tratar de imponerlo sobre los demás.

Esto no significa que Israel debe despojarse de su carácter nacional y adoptar una disposición "universal", que ningún país del mundo sostiene (salvo EE.UU, que convirtió su tenor universal en un patrón nacional), o que el sector religioso deba renunciar a sus preceptos.

Los devotos de la Halajá no podrán ignorar la prohibición de sexo con homosexuales, pero deberían considerarlo como cualquier otra restricción de la misma.

De la misma manera como no se amedrentan al respeto o al acercamiento a las sinagogas de los profanadores del Shabat, así tampoco no hay ningún motivo para no atraer a los unisexuales. No se trata de cobijarlos en su regazo, tampoco de aceptar en el país a cada trabajador extranjero ilegal.

Pero sería apropiado - y muy judío, además - que adopten a refugiados sobre cuyas cabezas ronda el peligro de muerte, o a trabajadores extranjeros que llegaron legalmente y trabajaron para nosotros con motivación y respeto en áreas aborrecidas por muchos israelíes.

Fuente: Haaretz - 7.8.09
Traducción: Lea Dassa para Argentina.co.il